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La priora estaba presente y a me extrañaba que no me hubiese ya interrumpido. ¡Figúrate mi dolorosa sorpresa cuando al fijar mis ojos en ella vi que los suyos estaban humedecidos por las lágrimas y que me miraba con un aire inquieto, como para penetrar mi intención y adivinar lo que yo había querido decir: «¡Qué, señora! añadí , ¿no iba por orden de usted para llevar algún encargo de usted?...» Un signo negativo... y ni una palabra, como si la hubiera costado demasiado condenarla más positivamente.

Entonces ella, con los ojos humedecidos por las lágrimas, atrajo dulcemente la cabeza de Kernok sobre su seno, que se levantaba y descendía con rapidez.

La misma idea que había tenido de pedir al carcelero una habitación en lo alto de la casa, para poder desde allí ver el tejado de la suya, la había tenido mi madre de subir con frecuencia al desván de su casita y sentarse allí a contemplar a través de su dolor y con los ojos humedecidos por el llanto, los muros de la prisión que retenía aquello que tanto amaba en el mundo.

Don Pablo se exaltaba al recordar la hermosura de la fiesta; le brillaban los ojos, humedecidos por la emoción, y aspiraba el aire como si aún percibiera el olor de la cera y del incienso, el perfume de las flores que su jardinero había puesto en el altar. ¡Y qué bien se siente el alma después de una fiesta así! añadió con delectación.

Bermúdez ya no daba vueltas por el gabinete: se había detenido delante del boticario; y a pie firme y con la cabeza algo gacha y la mirada de su único ojo clavada en los humedecidos de él, escuchaba sus ardorosos razonamientos.

Le suplicaba con efusión en que se sentía vibrar un poco de la ternura de otros tiempos. Bajo sus abundantes cabellos grises, algo más sereno el rostro, sus humedecidos ojos tomaban una expresión hondamente dolorosa y parecían reflejar toda su antigua belleza. iba repitiendo la pobre mujer. Márchese usted y olvídenos... Déjenos tranquilos a los tres en este rincón.

Era éste un cuarto fantástico, grande, con el techo artesonado, abierto en muchas partes; tenía varios armarios llenos de libros humedecidos, y sobre los armarios cuadros negros, agujereados y desgarrados. Se veían en este cuarto una porción de trofeos de caza, que sin duda al actual poseedor del castillo no le agradaban.

Era doña Giomar, la madre de Ramiro. Sus ojos fosforescían en la penumbra como humedecidos por lágrimas recientes, y su voz, de un timbre demasiado bajo tal vez, moduló con severa dulzura: Ya os he dicho otras veces, Medrano, que Ramiro no ha menester destos alardes. ¿Por qué le habéis dado la espada?

Miguelina por la primera vez levantó hasta él sus ojos humedecidos, a los que habían las lágrimas devuelto algo de su antigua luminosidad y de su sensual languidez. ¡! exclamó juntando las manos. ¡Márchese... márchese lo antes que pueda, yo se lo ruego!...

Porque en tal noche no podía salir del paso con cuatro frioleras... ¡Qué bochorno!... Rosalía vio los ojos de su amiga humedecidos por las lágrimas, y quiso consolarla. «Ese perdulario sin conciencia, esa inutilidad...» fue lo único que se le ocurrió. D. Francisco entró al poco rato, menos vivaracho y humorístico de lo que solía.