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Actualizado: 29 de junio de 2025


Vestido de áspero buriel y sosteniendo con el bordón, por encima del hombro, la humilde barjuleta que le aparejaron para el viaje las religiosas franciscanas de San Juan de la Penitencia, marchose Ramiro de Toledo, a la mañana siguiente, tomando a través de los montes la dirección del mediodía. Llevaba todo el cabello hacia atrás, la frente sin ceño, los ojos humedecidos.

Herido por aquel ultraje, el hidalgo atiesó de pronto su cuerpo. Ya os he dicho mil veces, señora replicó levantando la frente y mostrando sus ojos humedecidos, que mi sangre es tan clara y tan limpia como las mejores de España.

Sin decirla nada, sin saber lo que hacia, tanto ó más aturdido que mi amigo, abro mi cofre, y le doy los ciento setenta napoleones que necesita. Aquel hombre coge el dinero, me aprieta la mano sin decir palabra, y con los ojos humedecidos, sale precipitadamente de mi habitacion. Si él no me paga, exclamé para , Dios me lo pagará.

Su seno henchíase por momentos y sus ojos brillaban demasiado, cual si estuvieran humedecidos. Ramiro se sorprendió de su propia emoción. Aquella compañera de infancia cobraba ahora imprevista idealidad. Casilda era también una mujer, mujer bella entre todas. Fruta sazonada en el propio huerto y desdeñada a fuerza de mirarla siempre a la merced de la mano.

Entonces él exclamó: ¡Mentira parece que hayas tenido valor! No tienes derecho a reconvenirme. Te gusté, era libre, y además tonta: te creí... ¿qué había de suceder? Después me abandonaste sin el más leve motivo de queja. Al llegar aquí, don Juan creyó notar que los ojos de Cristeta brillaban humedecidos en llanto, y que su voz acusaba profunda turbación de espíritu.

El poético aparato del culto católico imponíase a la muchedumbre con toda su fuerza sugestiva. Las mujeres llevábanse las manos a los ojos, humedecidos sin saber por qué, y las viejas golpeábanse con furia el pecho, entre suspiros de agonizante, lanzando un «¡Señor, Dios míoque hacía volver con inquietud la cabeza a los más próximos.

¡Qué remonísima estaba cuando me decía estas cosas con alterada voz y palabra torpe, despojando de sus farolillos encarnados con una mano, y no muy firme, la penquita de brezo que sostenía con la otra, los ojos humedecidos y cobardes, sonrosadas las mejillas y un poco agitado el seno!

Entonces le rogué que se sentara a escucharme, y comencé la lectura. Cuando llegué a las últimas líneas me rogó, con los ojos humedecidos, que se las explicara. Las últimas líneas, anteriores a nuestro matrimonio, dicen así: »El Conde es más joven que papá: tiene cuarenta y cuatro años. Yo no si esto me agrada o me desagrada. »Yo se las he explicado como mejor he podido.

De la bruma matinal surgieron lentamente los edificios, humedecidos y relucientes por el lavado de la lluvia; el suelo fangoso con grandes charcos; los desmontes de tierra amarilla con manchas de vegetación en las hondonadas. El cementerio de San Martín mostró sobre una altura su romántica aglomeración de rectos cipreses.

Hullin se había aproximado, muy alegre por aquel incidente, y el cartero Brainstein, con sus recios zapatos humedecidos por la nieve, las manos apoyadas en un garrote y los hombros caídos, permanecía en la puerta con aire de cansancio. La anciana se puso las gafas, abrió la carta con cierto recogimiento, ante las miradas impacientes de Juan Claudio y Luisa, y leyó en alta voz: *

Palabra del Dia

rigoleto

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