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Sólo veo un medio de salir de mi apuro: referir aquí con brevedad y tino, si soy capaz de tanto, la discusión que acaban de tener en mi casa dos señores que han venido á visitarme, y por dicha se han hallado juntos en ella. Es el uno, D. Valentín León y Bravo, capitán de caballería retirado, y el otro, el hábil diplomático D. Prudencio Medrano y Cordero, retirado también, ó dígase jubilado.

Al día siguiente vino Petrona a visitarme, y como es tan ingenua y tan pintoresco su lenguaje, exclamó, dándome un abrazo: «¡Ay, Marianela, muchas gracias por haber hecho girar a la Pepa!». Inés se ríe del dicho de Petrona, pero noto que al punto vuelve a quedarse ligeramente triste. Trato de animarla: ¿Y qué tal la conversación de los cipreses? ¿Muy interesante, eh?... Mucho.

¡Mentira! te dijiste: «Vaya unas horas oportunas que tiene mi mujercita para visitarme.» Y echaste de menos en seguida tu hermoso sueño interrumpido. ¡Qué idea! Al contrario; por ver estos ojos divinos, por acariciar estos cabellos de oro, por besar estas manos de nieve y de rosa velaría yo toda la vida. No seas embustero.

Víneme, pues, otra vez al mesón de la Cabeza del Rey don Pedro, y sin dejarlo de la mano, casa mandé buscar, y hallaron esta, y visítela y agradome y comprela, y reparada y alhajada que fue, a ella víneme, harto ajena de creer que duende en la casa había, y que por ello la Inquisición había de visitarme, y aparecérseme duende que me perturbara y me pusiera en ocasión en que yo hasta ahora no me he visto, ni pensado verme; y si no fuera por esta bendita medalla que me dejó el familiar que a verme vino, ni aun a pensar me atrevo en lo que de hubiera podido ser.

Huid de ellos, huid de esas cabecitas de ciprés en que todo es oquedad, insustancia, vacua mentecatez, tilinguismo ¡huid, huid!...» Mis sobrinas se retiraron cabizbajas y un tanto mohinas. No si me harán caso. Lo dudo... Al día siguiente de la fiesta que en mi casa para presentar en sociedad a mis sobrinas, vino Inesilla, mi protegida, a visitarme y a darme las gracias por haberla invitado.

Asistiéronme mis amigos cariñosamente; visitábame lord Gray todos los días, y Amaranta y doña Flora hicieron largas guardias y vigilias en la cabecera de mi lecho. Cuando me vieron fuera de peligro las dos lloraban de alegría. Durante la convalecencia, D. Diego fue a visitarme, y me dijo: Mañana mismo vendrás a mi casa.

¡A con ingleses!... ¿ no sabes, Manolito, que todos los meses tengo que renovar el timbre de la puerta de mi casa porque lo gastan ellos de tanto tirar?... Pero yo lo tomo con más filosofía. Lejos de disgustarme, experimento una gran satisfacción cada vez que viene a visitarme un acreedor, porque es la prueba de que soy un buen hijo, de que cumplo la última voluntad de mi padre.

En dos ocasiones habían intentado la madre y la hija ir a visitarme; pero como yo nunca paraba en casa... Porque esa visita la creían ellas muy puesta en razón: sin contar con lo que pedía la buena crianza, éramos parientes; ¡vaya si lo érarnos! Por los Ruiz de Bejos un poco, y por los Castañaleras, más de otro tanto.

No, señor dijo la Dorotea ; me he criado en el convento de las Descalzas Reales; recuerdo que, desde muy niña, iba todos los días á visitarme el tío Manolillo; yo lo creía mi padre; pero cuando estuve en estado de conocer mi desdicha, me dijo el tío Manolillo: «Yo no soy tu padre; te encontré pequeñuela y abandonada...» ¡Y no te he mentido, vive Dios! En la calle te encontré dijo el bufón.

Minutos después, al entrar en mi casa, salió a mi encuentro la gentil doncella. Estaba radiante de alegría. Al mirarme, se encendió... y bajó los ojos. Andrés vino a visitarme. Le invité a dar un paseo por las orillas del río, y entonces me declaró que mis tías estaban en la miseria. Para sostenerme en el colegio, sin que nada me faltara, habían hecho toda clase de sacrificios.