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Mac Sangley, en su primer juicio del carácter de la niña no pudo concebir que jamás hubiese poseído una muñeca. Y es que el maestro, parecido a muchos otros perspicaces observadores, estaba más seguro en los raciocinios a posteriori que en los a priori. Melisa tenía muñeca, pero era propiamente la muñeca de Melisa una reproducción en pequeño de ella misma.

También le había molestado a él con un sordo dolor, desde la última entrevista, pero tenía de su parte la resignación y el rezo, y callándose un momento, a fin de que el maestro pudiese escribir en su libro de memorias una receta que le dictó para curar la sorda intermitencia, el señor Mac Sangley acabó por informarse de la respetable señora Morfeo.

Aprovechando la ocasión, un humorista del lugar había erigido junto a la cabeza de Sandy un cartel provisional que llevaba esta inscripción: Resultado del aguardiente Mac Corcil; mata a una distancia de cuarenta varas. Debajo había una mano pintada que señalaba la taberna de Mac Corcil.

Meditó mucho el maestro sobre este particular y había llegado a la conclusión ordinaria de aquellos que piensan sinceramente, a saber: que él era esclavo de sus propias preocupaciones, cuando determinó visitar al reverendo Mac Sangley para pedirle consejo y parecer. Claro que esta decisión humillaba su orgullo, pues él y Mac Sangley no estaban en muy buena armonía.

Así es que, cuando se hubo añadido una nueva tumba al pequeño cercado, y a expensas del maestro se colocó en ella una lápida con su correspondiente inscripción: «La Bandera de la Red-Mountain», se portó como buena e hizo lo que debía respecto de la memoria de uno de «nuestros más antiguos zapadores», refiriéndose graciosamente a aquel «tósigo de las más nobles inteligencias», y relegando generosamente al olvido el pasado «de nuestro querido hermano». «Llora hoy su pérdida una hija única, decía La Bandera, que es ahora una alumna ejemplar gracias a los esfuerzos del reverendo Mac SangleyEn verdad, el reverendo Mac Sangley hacía gran caso de la conversión de Melisa, y atribuyendo indirectamente a la desgraciada niña el suicidio de su padre, se permitió intencionadas alusiones a los efectos beneficiosos de la «silenciosa tumba», y en tan alegre contemplación redujo la mayor parte de los niños a un estado de horror tan grande que fue causa de que los vástagos de las primeras familias guardasen en clase silencio tal, que bien lo hubiese querido el maestro para todo el año.

El reputado predicador oficial, reverendo Josué Mac Sangley, la había colocado de criada en un hotel, para que empezara a adiestrarse, presentándola luego a sus discípulos en la clase de los domingos. Mas el camino que se le había trazado era demasiado estrecho para ella.

Mac Sangley, que hasta aquel momento había tenido fija la mirada en Melisa, dio un profundo suspiro, echó primero al maestro y después a los niños una mirada de compasión, y luego posó su vista sobre Sofía.

Todos permanecieron suspensos hasta que reapareció el viejo, ignorando por fortuna la causa del último estallido de hilaridad y sonriendo hipócritamente. Mi esposa ha tenido la idea de pasar un rato con la señora Mac Fadden dijo a modo de explicación y con aire indiferente, al tomar asiento entre los comensales.

De un lado, resultaba un contraste violento para la pobre Melisa, en toda aquella alabanza de Sofía, y de otro, este tono confidencial le desagradaba al hablar de la primogénita de la señora Morfeo; así es que el maestro, después de algunos esfuerzos fútiles por decir algo natural, creyó conveniente el recordar otro compromiso y se fue sin pedir los informes, pero en sus reflexiones posteriores, daba injustamente la culpa al reverendo señor Mac Sangley de no habérselos procurado.

Mac Sangley se había invitado a mismo y disfrutaba la agradable diversión de asustar a los alumnos más tímidos con las preguntas más vagas y ambiguas, dirigidas en un tono grave e imponente; Melisa se había remontado a la astronomía, y estaba señalando el curso de nuestra manchada bola al través del espacio y llevaba el compás de la música de las esferas describiendo las órbitas entrelazadas de los planetas, cuando Mac Sangley se levantó y dijo con su voz gutural: ¡Melisa!