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En esto Calleja, que parecía tener gran autoridad entre aquella gente, se agarró al brazo de Elías, y exclamó, riendo con la desenfrenada hilaridad de la embriaguez: "Ven, bravucón, ven con nosotros. Ciudadanos prosiguió, volviéndose á los otros: éste es el gran Coletilla, el mismo Coletilla. Seremos amigos. Nos va á presentar al Rey constitucional para que nos haga...."

Hízose el silencio aún más embarazoso y el geniecillo maléfico de la hilaridad comenzó a revolotear en torno de los comensales, como si a todos ocurriese que las plumas arrancadas a Jacobo salían del pellejo de Villamelón.

Fortunata no se rió más, ni Segunda dijo nada que excitase su hilaridad. Hasta la madrugada estuvo la tía acompañándola, y viéndola relativamente sosegada, se fue a descabezar un sueño antes de bajar al mercado. A poco de quedarse sola, la joven sintió dentro de una cosa extraña.

Hablaban de la reina...primores; ponían al ministerio de vuelta y média, ó descargaban su hilaridad epigramática y sus terribles censuras sobre el Capitán general, el Gobernador, el Obispo ó el primer personaje que hallaban á la mano. Es realmente rara la facilidad y el chiste con que el pueblo español maneja el epigrama y sabe aplicar un refrán en toda oportunidad.

La Sanguijuelera, echando la cabeza fuera de la puerta, la despedía con una carcajada que produjo siniestros ecos de hilaridad en toda la calle.

Su declaración provocó esta vez más una grande hilaridad en el espíritu tanto menos sencillo de la clase. Sólo Manuel Peralta no se rió, absorbido por la lectura de algo que disimulaba dentro de su pupitre.

Empezó a tomar su café, y en tanto Juan Pablo se decía con tristeza: «¡Pero qué malo está esta noche! ¡Dios, qué malo!». Maxi repitió hasta seis veces el Dios la perdone, y cuando entraron Leopoldo Montes y otro amigo, se calló. A la hora y media de tertulia, dio en celebrar con extrema hilaridad los donaires que Montes contaba.

Fingía afeitarle con el horripilante navajón; intentaba introducir entre sus labios las enormes tenazas para extraerle una muela, y mientras tanto, el escribano pronunciaba la fórmula del bautizo: «Por la gracia de nuestro dios Neptuno te llamarás en adelante...». Y le daba un nombre: tiburón, cangrejo, bacalao, ballena, según el aspecto caricaturesco de su persona, apodos que encontraban eco en la fácil hilaridad del público.

Pero el tribuno no estaba dispuesto á renunciar al regocijo que su lectura provocaría en el público; era duro para él privarse de un gran éxito de hilaridad, y empezó á dar á conocer los citados datos, confiando en sus habilidades oratorias, que le permitirían emplear después esta misma lectura como un arma contra los gobernantes.

Sirvió a la mesa, escanció, y fue la diversión de los comensales, por sus largas melenas, semejantes a un ruedo, que le comían la frente; por su faja de lana, que le embastecía la ya no muy quebrada cintura; por su andar torpe y desmañado, análogo al de un moscardón cuando tiene las patas untadas de almíbar; por su puro dialecto de las Rías Saladas, que provocaba la hilaridad de aquella urbana reunión.