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Tenían por apodos el Mono, el Bastián, el Matamoros, el Malafolla, el Cachuli, el Mochón, el Navaco y otros no menos extraños. Nunca se les veía borrachos: su bebida favorita era el chocolate.

Yo no creo que los nombres de los santos sean tan desdeñables para caer en semejante desuso y relegarlos al olvido, sustituyéndolos por apodos caprichosos. Por otra parte, tanto la Iglesia como el Estado son sumamente tolerantes y admiten cualquier nombre, a gusto del consumidor.

El bizarro y extraño nombre de Socarrao me admiraba algo, y de ello se apercibió el pescador. Son motes, caballero; apodos que aquí tenemos, lo mismo los hombres que las barcas. Es inútil que el cura gaste sus latines con nosotros; aquí quien bautiza de veras es la gente.

Pues ¿y el fiscalillo ese, con su lengua de puñal?... Yo le estimo, es la verdad... y suele tener los grandes golpes... Vamos, que clava los apodos... Pero ¡carape! a lo mejor tiene unas cosas... como las de esta noche, por ejemplo... Aquello no venía al caso, ni siquiera era decente... Son personas respetables... y amigas de uno... y acaba uno de comer a su mesa... Póngase cualquiera en mi lugar; y si es persona decente, a ver si no haría lo que hice yo... Sentiré que le haya dolido lo que le dije; pero él se tuvo la culpa, y yo cumplí con mi deber... como hubiera cumplido si él continúa con la broma y le rompo yo algo en la cabeza... ¡Carape si se lo rompo!

Fingía afeitarle con el horripilante navajón; intentaba introducir entre sus labios las enormes tenazas para extraerle una muela, y mientras tanto, el escribano pronunciaba la fórmula del bautizo: «Por la gracia de nuestro dios Neptuno te llamarás en adelante...». Y le daba un nombre: tiburón, cangrejo, bacalao, ballena, según el aspecto caricaturesco de su persona, apodos que encontraban eco en la fácil hilaridad del público.

Los banderilleros y picadores, pobres diablos que iban a exponer su vida lo mismo que los maestros, apenas levantaban con su presencia un leve murmullo. Sólo los aficionados fervorosos conocían sus apodos. De pronto, un prolongado zumbido, un nombre repitiéndose de boca en boca: ¡Fuentes!... ¡Ese es el Fuentes!

A pesar de esta convicción, no podía contener en ciertos momentos una agresividad irónica, que se desahogaba inventando apodos clásicos. La joven esposa de Ulises, inclinada sobre su labor de encajera, era Penélope esperando la vuelta del errabundo marido. Doña Cristina aceptaba este sobrenombre, por saber vagamente que era el de una reina de buenas costumbres.

Los apodos son, cuándo biografía sucinta, cuándo retrato en miniatura. Los dos apodos de Froilán Escobar le historiaban y le retrataban. Llevaba ya veinte años de estudiante en la Universidad, y no porque fuese inepto para aprobar los cursos, pues era de notable despejo natural. Decía: «El hombre que quiere conocer la vida es estudiante hasta que se muere.

Hasta entre las glorias de los triunfos, dieron lugar los Romanos Césares a las censuras, y apodos, de los que habían concurrido, a la felicidad de sus victorias: Festa coronatus ludet convicia miles. Mas unas y otras engrandecieron el triunfo, o con el desagravio tomado en el horroroso castigo de los unos, o con la felicidad lograda en la dichosa reducción de los otros.

Entre la gente de mar era muy frecuente la desfiguración de nombres por apodos y por el lugar de nacimiento. Además, Juan Rodríguez Bermejo no fue marinero de la nao Santa María, que montaba el Almirante, sino de la carabela Pinta, mandada por Pinzón, que iba siempre a la cabeza de la escuadrilla por ser la más velera.