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Fingía afeitarle con el horripilante navajón; intentaba introducir entre sus labios las enormes tenazas para extraerle una muela, y mientras tanto, el escribano pronunciaba la fórmula del bautizo: «Por la gracia de nuestro dios Neptuno te llamarás en adelante...». Y le daba un nombre: tiburón, cangrejo, bacalao, ballena, según el aspecto caricaturesco de su persona, apodos que encontraban eco en la fácil hilaridad del público.

Hasta se le impedía ir a la barbería, por temor de que se gastase los dos reales. Venía el barbero a afeitarle los sábados. Por cierto que, con poca o ninguna consideración, el rapador de barbas llegaba algunas veces a las nueve de la mañana, cuando don Jaime estaba durmiendo. ¿Qué hago? preguntaba a doña Brígida. Aféitele usted contestaba la severísima señora.

Al fin su tenacidad había vencido la pereza tradicional de las distintas oficinas por las que tuvo que pasar su demanda. Mañana, gentleman, vendrán á afeitarle y á cortarle el pelo. ¿Dónde quiere usted que se realice la operación?... El prisionero prefirió el aire libre. Flimnap dió órdenes para la gran operación del día siguiente, poniendo en movimiento á la servidumbre del gigante.

Mi querido Jacobo, ante todo es preciso devolverle á usted una figura humana. El ayuda de cámara va á venir á afeitarle, á peinarle. En el armario encontrará usted ropa blanca y vestidos á su medida. Se sentirá usted con más aplomo cuando esté lavado y mudado. No hay como encontrarse en su traje ordinario para volver á sus costumbres. Cuando esté usted listo, véngase al comedor.

Púsose Damián a afeitarle como todos los días, y al sentir sobre la garganta el frío del acero, no pudo contener un estremecimiento de espanto... Un ligero golpecito, un leve movimiento, y correría la sangre, y vendría la muerte, y se acabaría la vida allí mismo, sin auxilio, sin remedio, pasando de la agonía a la sombra pavorosa de eso que llaman eterno, corriendo por Madrid la noticia del crimen de la calle de Alcalá, como había corrido cuatro años antes la del crimen impune y misterioso de la calle del Turco... Y aquel ligero golpecito, aquel leve movimiento, podía determinarlo en la mano de Damián, otro ligerito golpecito del oro de los masones.