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Esa señora; esa de la carta, que por lo visto cree que mi hijo no tiene más que hacer que verla a ella. Madre, es usted injusta. Fermo, yo bien lo que me digo. ... eres demasiado bueno. Te endiosas y no ves ni entiendes. Doña Paula creía que endiosarse valía tanto como elevar el pensamiento a las regiones celestes.

Y en casa, doña Paula ceñuda, silenciosa, desconfiada, preparándose para una tormenta, recogiendo velas, es decir, dinero, realizando cuanto podía, cobrando deudas, con fiebre de deshacerse de los géneros de la Cruz Roja. «No parecía sino que se preparaba una liquidación. ¿A qué venía aquello?». Doña Paula no daba explicaciones. «Sabía a qué atenerse: su hijo, su Fermo, estaba perdido; aquella pájara, aquella Regenta, santurrona en pecado mortal, le tenía ciego, loco; ¡sabía Dios lo que pasaría en aquel caserón de los Ozores! ¡Qué escándalo!

He comido con los marqueses de Vegallana; eran los días de Paquito; se empeñaron... no hubo remedio; y no mandé aviso... porque era ridículo, porque allí no tengo confianza para eso.... ¿Quién comió allí? Cincuenta, ¿qué yo? ¡Basta, Fermo, basta de disimulos! gritó con voz ronca la de los parches.

El mundo era de su hijo, porque él era el de más talento, el más elocuente, el más sagaz, el más sabio, el más hermoso; pero su hijo era de ella, debía cobrar los réditos de su capital, y si la fábrica se paraba o se descomponía, podía reclamar daños y perjuicios, tenía derecho a exigir que Fermo continuase produciendo.

De Pas hablaba mientras se vestía ayudado por su madre, que buscó en el fondo de un baúl la ropa de más abrigo. ¿Fermo, y si te pones malo de veras... es decir, de cuidado?... No, no, no. Deje usted. Esto no admite espera... y mi cabeza . Es preciso llegar allá antes que se sepa por ahí... ¿No comprende usted? , claro; tienes razón. Callaron.

Ya lo sabemos, dijo Sanjurjo. Hoy, si no fuera por un quehacer que nos ha salido, hubiéramos ido a allá. Al mismo tiempo hacía un signo de inteligencia a don Víctor. Pues Pepe debió de irse esta mañana con Fermo. Eso me dijeron al menos ayer noche. Los notarios se miraron consternados. ¡Qué le decía yo a usted, Sanjurjo! exclamó don Víctor.

En su condición de alieni juris hubo de sufrir la acción directa y constante de su dueño y señor, y sujetarse en un todo a su omnímoda voluntad. ¡Adiós cenas opíparas con mariscos y vino de Rueda en el café de la Marina! ¡Adiós caza de la liebre con Fermo el carnicero y Marcelino el tallista! ¡Adiós noches seductoras de tresillo! ¡Tardes de paz y de dicha en el lagar de Sebastián de la Puente, adiós!

Doña Paula volvió a sentarse y haciendo alarde de una paciencia, que ni la de un santo, dijo, con mucha calma, pesando las sílabas: A buscarte, Fermo, a eso ha ido. Mal hecho, madre. Yo no soy un chiquillo para que se me busque de casa en casa. ¿Qué diría Carraspique, qué diría Páez?... Todo eso es ridículo.... Ella no tiene la culpa; hace lo que le mandan. Si está mal hecho, ríñeme a .

Cien veces, mil veces peor, que esas que le tiran de la levita a don Saturno, porque esas cobran, y dejan en paz al que las ha buscado; pero las señoras chupan la vida, la honra... deshacen en un mes lo que yo hice en veinte años.... ¡Fermo... eres un ingrato!... ¡eres un loco! Se sentó fatigada y con el pañuelo que traía a la cabeza improvisó una banda para las sienes.

Doña Paula sonrió, sin que su hijo lo notase. «Así te quiero» pensó, y siguió diciendo: Pero el único flaco que podemos presentarles es este, Fermo; bien lo sabes; acuérdate de la otra vez. Aquella era una... mujer perdida. Pero te engañó ¿verdad? No, madre; no me engañó; ¿qué sabe usted? Los ojos de doña Paula eran un par de inquisidores. Aquello de la Brigadiera nunca había podido aclararlo.