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Soy un vivo y he visto mucho. El negocio, mío, mientras viva yo: Domingo Rivero, alias Coleta, para servir a ustedes. Y al hablar así, miraba con orgullo el saco que llevaba al hombro, el negocio envidiado, que pensaba defender hasta su muerte, como si este trozo de arpillera hubiera de servirle de mortaja. Después rompió en elogios a la tabernera y su vino. ¡Olé las señoras de mérito!

Te amé y te di mi corazón; me amaste, y al oír de tus labios que me amabas se disiparon las tinieblas de mi vida; se iluminó mi alma con los esplendores de la tuya, y anhelé ser bueno porque eras buena; quiso tener resignación como , y la tuve; y el que poco antes deseaba morir, amó la vida, y soñó con dichas y felicidades, no esas que supones, sino otras verdaderas, humildes... un hogar modesto y tranquilo, ni envidiado ni envidioso, del cual fueras alegría.

El corazón de Hipólito habría envidiado al nuestro pues si nosotros amábamos a alguna Aricia, no era más que en sueños, y así en los exámenes hubo tres bolas blancas, símbolos de nuestra inocencia, que recompensaron nuestra aplicación y que colmaron de alegría a nuestra familia.

Luego, continuaba Memnon, es necesario no descuidar su caudal: mis deseos son moderados; tengo mi dinero que me produce buenos réditos y con buenas fianzas en poder del tesorero general de Ninive, y me basta para vivir sin depender de nadie, que es la mayor fortuna, porque nunca me veré en la cruel precision de ir á besar manos de palaciegos; á nadie tendré envidia, y de nadie seré envidiado: cosa no ménos fácil.

Siempre había envidiado a los seres privilegiados que, amén de tener una ardiente imaginación, como él la tenía, saben expresar sus ideas, trasladar al papel todos aquellos sueños en palabras propias, pintorescas y en intrigas bien hilvanadas e interesantes. Pues ahora, ya que no sabía escribir novelas, sabía hacerlas, y su existencia era tan novelesca como la primera.

Todos menos Inés nos reunimos en la sala, y a poco entró el lúgubre cortejo, presidido por doña María, con una pompa y severa majestad que le habrían envidiado reinas y emperatrices. Profundo silencio reinó en la sala por un instante, mas rompiolo al fin, sin gastar tiempo en saludos, doña María, no pudiendo contener el volcán que bramaba dentro de las cavidades de su pecho.

Inusitadas desconfianzas en su servidumbre, recelos injustificables hasta de la habilidad de su envidiado cocinero, le traían sin punto de reposo de un lado para otro y de acá para allá; mortificaba a su familia con consultas impertinentes y con advertencias pueriles, y aturdía a su ayuda de cámara pidiéndole prendas de vestir que tenía a la vista o entre las manos.

Su contento era tal que parecía que le iba a dar una pataleta, y estaba tan inquieto, que a Jacinta le costó trabajo colgarle el tambor. Cogidos los palillos uno en cada mano, empezó a dar porrazos sobre el parche, corriendo por aquellos muladares, envidiado de los demás, y sin ocuparse de otra cosa que de meter toda la bulla posible. Jacinta y Rafaela subieron.

Todo lo despreciaba y olvidaba contemplando sus tierras. Y Batiste sentíase poseído de un dulce éxtasis al verse cultivador en la huerta feraz que tantas veces había envidiado cuando pasaba por la carretera de Valencia á Sagunto.

Y asi le dixe á Delio: no se estima, Señor, del vulgo vano el que te sigue Y al arbol sacro del laurel se arrima. La envidia y la ignorancia le persigue, Y asi envidiado siempre y perseguido El bien que espera, por jamas consigue. Yo corté con mi ingenio aquel vestido, Con que al mundo la hermosa Galatea Salió para librarse del olvido.