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Cuando descendieron del tren llegaba trotando pesadamente Hipólito, que al encontrarse con los viajeros se sacó respetuosamente su gran chambergo campero, y cuadrado contrariendo la ordenanza militar, pues que formaba vértice con las puntas de los pies casi unidas y los talones a un geme de distancia dijo tendiendo a Melchor su amplia mano de trabajo: ¿Cómo va, D. Melchor?... ¿éstos son los señores? agregó mirando a Lorenzo y Ricardo.

Hipólito tenía listo el break y Baldomero tomaba mate en compañía de Garona, que hecho a las costumbres criollas, había aprendido a «hacer roncar un cimarrón» según la gráfica frase con que se da a entender que se ha sorbido hasta la última gota del mate.

Ningún detalle del camino escapaba a la curiosa observación de Lorenzo y de Ricardo, que en más de un caso prefirieron ignorar la causa o la naturaleza de lo que veían, antes de revelar ante Hipólito la impericia campera que lógicamente padecían...

¡Ahí está Hipólito!... exclamó Melchor y asomándose por la ventanilla del coche que aun marchaba, le gritó: ¡Hipólito!... ¡Hipólito!... ¡aquí!... ¿Quién es ése, ché? El cochero de la estancia... ¡verán qué tipo!... toma tu valijita, Lorenzo... y para ti Ricardo, toma... ¡ que no puedes pasarte sin los diarios!... ¡No seas pavo!...

Está bien, don Melchor dijo Baldomero dirigiéndose hacia la caballeriza por el caminito del jardín en el que quedaron visibles, a la luz del farol del corredor, las hondas huellas de sus botas. ¡Baldomero! gritó Melchor aproximándose al límite del corredor, hasta recibir algunas gotas de lluvia y haciendo bocina con la mano, ¡que los acompañe Hipólito hasta la tranquera!

El joven D. Diego Hipólito Félix de Cantalicio había sido educado conforme a sus altos destinos en el mundo, bajo la dirección de un ayo, de que después hablaremos, y aunque era voluntarioso y propenso a sacudir el cascarón de la niñez, arrastrando por el polvo de la travesura juvenil el purpúreo manto de la primogenitura, su madre le tenía metido en un puño, como suele decirse, y ejercía sobre él todos los rigores de su carácter.

Así pago, así paga un cafre de allende el Pirineo, el insulto cobarde de un novelista mal educado y aturdido. Almorzamos bastante bien en el establecimiento de caldo de la calle de Montesquieu, y á las seis y media de la tarde entrábamos en el restaurant de San Jacobo, calle del Rívoli, en donde ya nos esperaban el viejo Lesperut y su hijo Hipólito, teniéndonos reservados dos asientos en su mesa.

Su mujer y una hija están en el departamento de Lion, su hija es la directora de correos en una cabeza de partido, y viene á Paris con el fin de buscar empleo á otro hijo que tiene, á su Hipólito, antes de morirse, hora que cree cercana.

Águeda, José, Juancito y los peones comentaban, en la cocina, lo que pasaba «adentro»; bajo el ombú grande estaba el break en cuyo estribo trasero se había sentado Lorenzo que tenía la cabeza apoyada entre las manos; en las gruesas raíces del ombú estaba sentado Hipólito y junto a él, que con un palito trazaba marcas de hacienda en el suelo, Ricardo de pie le consultaba sobre la hora de llegar al pueblo.

, Hipólito... mi amigo Lorenzo... Para servirlo. ...y mi amigo Ricardo. Para servirlo. Y Baldomero, ¿no ha venido? , D. Melchor... ahí andaba con el jefe... ¿quiere que lo hable? No... vamos para allá, muchachos y volviéndose hacia Hipólito: ¿Qué tal están los caminos? Hay algún barro... con la lluvia: ¡qué ha llovido!... El maíz estará lindo, entonces. Así es... lindo está.