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Dígame usted, tío preguntéle de golpe, y sin reparar en que le cortaba a lo mejor un entusiástico discurso precisamente sobre la anchura y salubridad del valle , ¿por dónde se sale de aquí? ¿Jacia ónde? me preguntó él a su vez.

Después añadió con una desesperación cómica: Me privaré de conocer unos cuantos restoranes nuevos y de apreciar varias marcas de vinos famosos... Ya ves que el sacrificio nada tiene de extraordinario. Federico le estrechó la diestra silenciosamente, al mismo tiempo que Elena le abrazaba y besaba con un impudor entusiástico.

Le perdonaba aquellos inocentes alardes de erotismo retórico porque conocía sus costumbres intachables y su corazón de oro. Eran muy buenos amigos, y Ripamilán el más decidido y entusiástico partidario de don Fermín en las luchas del cabildo.

Siguió a este desahogo un himno entusiástico, hermosa y altamente entonado, a la «madre Naturaleza», di por visto, y de muy buena gana, lo que él deseaba que yo viera; y más por hundir otro poco mi sonda en sus adentros que con intención de arrancarle sus ilusiones, díjele al cabo: Pase, pues, lo de la amenidad, lo de la hermosura y hasta la sublimidad y la elocuencia de este escenario que le encanta y maravilla; pero ¿y los actores que le acompañan a usted en la égloga perenne de su vivir? ¿Qué me dice usted de ellos... del hombre... vamos, de los hombres?

De injustos pecaríamos, sin embargo, si no tributásemos, al mismo tiempo que á los soldados, un elogio entusiástico v merecido al hombre que con su firmeza de carácter, su inagotable valor moral y sus vastos conocimientos prácticos de militar veterano y experimentado, supo conducir á buen fin una campaña que, por su índole, amenazaba con prolongarse indefinidamente, después de cansar al país irreparables daños.

Imagínese que usted no es don Adrián Pérez, sino don Alejandro Bermúdez; que siendo don Alejandro Bermúdez, tiene una hija exactamente igual a la que tengo yo: vamos, que Nieves es hija de usted; que usted se ha consagrado en cuerpo y alma al cuidado y a la educación de esa hija; que desde que su hija era niña, trae usted formados y acariciados ciertos planes que, una vez realizados, han de hacer su felicidad, la felicidad de esa hija por todos los días de su vida; que está usted en la cuenta, por señales que parecen infalibles, de que su hija consiente y aprueba y hasta acaricia los mismos planes que usted; que en esta inteligencia, y para afirmarlos y asegurarlos mejor, de la noche a la mañana, y de mutuo y entusiástico acuerdo, dejan ustedes su residencia de Sevilla, y se plantan, llenas las cabezas de ilusiones, en este solar de Peleches; que limita usted su trato de intimidad aquí a tres personas, muy estimadas, muy queridas de usted: de esas tres personas, una soy yo, don Adrián Pérez, y la otra, mi hijo, Leto de nombre; usted continúa abriéndonos su casa y recibiéndonos en ella con la mayor cordialidad; y nosotros correspondiendo a ese afecto con otro tan hidalgo como él, e independientemente de todo esto, usted, Alejandro Bermúdez, llevando adelante y por sus pasos contados, el plan consabido; que se deja usted correr así tan guapamente, tranquilo y descuidado, y que un día, con motivo de un suceso muy relacionado con ese plan, descubre usted que se le han llevado los demonios, encarnados para ello en su hija de usted y en mi hijo; o si lo quiere más claro aún, en Nieves y en Leto... ¿Me va usted comprendiendo mejor ahora, señor don Adrián?

Mucho después, cuando sentado á la mesa del padrino sorprendió cruzándose sobre su cabeza las sonrisas de éste y el ama de llaves, llegó á sospechar si doña Pepa sería la inspiradora de tanto verso lacrimoso y entusiástico. Pero su buena fe se encabritaba ante tal suposición. No, no era posible; forzosamente debía existir otra.

Y conviniendo yo en esto con mi entusiástico amigo el diputado novel, afirmo que si todos los caciques fueran como don Andrés, sería gran ventura que cada pueblo tuviese su cacique; todo en cada pueblo estaría bien aseado y mejor cuidado; daría gusto andar por sus paseos y por sus caminos; el maestro de escuela no se moriría de hambre, y se gozaría de tan ordenada libertad, que el boticario podría ser impunemente, como don Policarpo, brujo y ateo, sin que por esto se suprimiesen ni dejasen de celebrarse con devoción, entusiasmo y regocijo hasta las más candorosas procesiones, aunque hubiese en ellas judíos, soldados romanos, Longinos con lanza y lazarillo después de quedarse ciego, paso de Abrahán y apóstoles y profetas.

Era como estar en el Circo entre fieras, y llamarlas, azuzarlas, pincharlas.... ¡Mejor! así debía ser». El Magistral había sido desde el principio de la batalla entusiástico partidario de la declaración. «Era el valor, la voluntad enérgica, la afirmación del imperio, una aventura teológica, parecida a las de Alejandro Magno en la guerra y las de Colón en el mar».