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D. Félix lo había oído y salió pensando que era un ladrón. Todos en la casa se levantaron; un verdadero escándalo. Aquello no se lo perdonaba. Jacinto oyó la filípica estupefacto. Negó rotundamente que hubiera estado en Entralgo ni menos que se hubiera atrevido á llamar en el balcón de su cuarto. Flora no quiso creerlo.

Lo contrario sería perderse para esta vida y para la otra, pues el Señor no perdonaba semejantes perjurios. Entonces los malos espíritus emergieron como sirenas.

La baronesa Fulana iba con el suyo en carruaje, mientras el marido guiaba afanoso los caballosNo quedaba dama en la corte a quien no le arrancara una tirita de pellejo. No perdonaba siquiera a su esposa.

Espero, llena de ansiedad, otra carta, porque creo de continuo que debiendo reconocer este rumor algún fundamento, puede haber querido Alfonso ocultarme lo ocurrido. por su amigo, M. de Virieu, que él temía volver a ver en Italia a cierta persona que no le perdonaba el haberse casado; ¿tendrá esto relación con el lance que dicen haber ocurrido?

Mendoza le perdonaba al instante estas y otras bromas, y Miguel, que no las llevaba a cabo con intención malévola, sino por el afán irresistible de reírse, le pagaba su paciencia «sacándole los significados» y metiéndole en la cabeza las lecciones.

Las flaquezas amorosas de su mayordomo le causaban más gracia que disgusto. Se las perdonaba de buen grado porque él mismo había caído en ellas y aún parecía dispuesto á caer si la ocasión se ofreciese. En cambio ya se guardaría de equivocarse en dos pesetas al rendir cuentas: le habría arrojado el tintero á la cabeza. Bueno, bueno añadió sin dejar de sonreir; á tranquilizar al ama.

En efecto, la inteligencia del joven marqués no era muy despierta y sólo poseía los escasísimos conocimientos que le había introducido casi a la fuerza un abate francés que le sirviera de ayo hasta hacía poco tiempo. Pero se le perdonaba de buen grado esta limitación en gracia de su sencillez y natural afectuoso. Así que bebió la copa de champagne se puso a narrar incidentes de caza.

La Regenta, sin entrar jamás en estos conciliábulos, los perdonaba como falta leve, «que ella, cargada de otras más graves, no tenía derecho a censurar». Don Fermín y Ana se veían todos los días; en el caserón de los Ozores, unas veces, otras en el Catecismo, en la catedral, en San Vicente de Paúl, y más a menudo en casa de doña Petronila.

Porque doña Lupe era tal y como su sobrino la pintaba en aquella breve consideración; era juiciosa, razonable, se hacía cargo de todo, miraba con ojos un tanto escépticos las flaquezas humanas, y sabía perdonar las ofensas y hasta las injurias; pero lo que es una deuda no la perdonaba nunca. Había en ella dos personas distintas, la mujer y la prestamista.

La razón de ella era que Calderón no perdonaba a su esposa la apatía, la pereza, juzgando estos vicios como verdaderas calamidades, considerándose muchas veces desgraciado por haberse unido a una mujer tan holgazana. No es que el trabajo de ella importase poco ni mucho en su casa; pero su temperamento de trabajador infatigable se revelaba en presencia de otro tan diametralmente contrario.