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Poco más o menos, como las entretenía su padre en la botica y en la cama, y los señores de Peleches en su empingorotado caserón. Se cruzaban poquísimas palabras entre la hija y el padre; no por enojos mutuos, sino porque temían entrar en conversación.

A las once de la mañana, precisamente en el instante en que esa hora sonaba en la torre de la Colegiata, se sentaban en el estrado de Peleches Rufita González y su madre, las «parientas» de la casa, con todos los útiles de visitar encima: guantes, abanico, sombrilla y tarjetero, y los trapos mejores del baúl.

Ese es, digo, ese fue don Cristóbal Bermúdez Peleches, cuarto abuelo mío, y fundador del mayorazgo en los principios del siglo pasado.

En estas lobregueces de la fantasía, acepto al mejicanito rico, docto y sin viruelas, si con él, por amo y señor de la señora y ama de Peleches, quedan las costumbres de allí en el mismo ser y estado en que ahora se hallan; con lo que le doy a usted una prueba bien evidente de que mis entusiasmos no pasan de los límites racionales que les corresponden; de que mis ambiciones se cifran en el goce de la luz, no en la absurda codicia del astro luminoso; en vivir como ahora vivo, en una palabra.

Porque pensarás que en una soledad como la de Peleches, hasta por recurso de distracción debiera ser yo muy diligente en escribirte, y que cuando no lo hago ni siquiera para entretener el fastidio que debe de estar consumiéndome, señal es de que no me acuerdo ni de la Virgen de tu nombre.

Desde el último, once días lo menos... y dos sin subir Leto a Peleches, ni dejarse ver por ninguna parte. ¿Había estado enfermo? ¿estaba enfadado, resentido de alguna cosa? ¡Qué injusto sería en ello! En Peleches, todos, todos le estimaban mucho y le estaban muy agradecidos.

Miel sobre hojuelas, hija mía... Para concluir de una vez: véate yo en Peleches alegre y satisfecha y triscando como suelta cabritilla, aclimatada a aquellos lugares y aquellas costumbres medio bravías y medio urbanas, y de tu cuenta dejo el señalarme entonces el día y la hora para hacer tu presentación al mundo ruidoso de las grandes capitales... Con el temple de las armas que hayas adquirido de ese modo, que te entren moscas aquí... ni en San Petersburgo... Y éste es el caso, mondo y lirondo.

Ventilado aquel punto a la ligera, el comandante dio por supuesto que los señores de Peleches estarían enterados de lo que acababa de suceder en la villa. No tenían la menor noticia de ello. Y ¿cuál ha sido la causa? preguntó Bermúdez después de la ligerísima pintura del suceso, que les hizo don Claudio.

Algunas familias de las visitadas, las que habían subido a Peleches a ofrecer de todo corazón sus respetos a los señores, los agasajaron en la visita con vinos dulces, bizcochetas y rosquillas, como era costumbre allí; y si no la siguieron las Escribanas y otras gentes tales en idéntica ocasión, fue porque no se les había hecho a ellas el mismo agasajo en Peleches.

Héctor, hecho una miseria, se quedó en Peleches al cuidado de su padre. El cual, con esta cruz sobre la de sus muchos años, y el martirio, cada día más insufrible, de la prevaricación de su hija, se murió muy pronto. Con esta muerte, como con la de su yedra el muro vacilante, la vida de Héctor, insostenible por sola, se puso a punto de acabarse.