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El señor Melchor, que se había quedado fuera del mostrador como una cosa olvidada, oía, estremeciéndose, el sonido excitador del oro que contaba maese Longinos. ¡Me he perdido! exclamaba ; mi hombría de bien me ha puesto en el caso de no poder aguantar á mi mujer lo menos en tres meses; esta aventura me va á costar una enfermedad.

Sobre su mesa de escribir se parecía el mejor cuadro, o al menos el que doña Luz estimaba más. Figuraba varios atributos y emblemas de la Pasión; clavos, corona de espinas, escalera, gallo y lanza de Longinos; en el centro la cruz, y en torno de la cruz muchas flores lindamente pintadas.

Y el escudero salió de la tienda, riendo con un ojo y llorando con otro. Don Juan entró de nuevo en la trastienda. El señor Longinos se ocupaba en alinear de una manera simétrica las columnas de oro, con esa sensualidad característica de los avaros. Me parecéis bastante hombre de bien dijo don Juan y quiero valerme de vos. Yo soy capitán de la guardia española del rey. Por muchos años, señor.

Un recibo de tres mil y doscientos doblones, por los tres mil. En buen hora. Pero... dijo el señor Melchor, que temblaba presintiendo las iras de su cónyuge. ¿Qué tenéis vos que ver en esto? dijo don Juan ; asunto concluído: extendamos los recibos. El señor Melchor se calló. El señor Longinos puso sobre el mostrador papel y tintero, y los respectivos recibos se extendieron dictándolos el platero.

Y conviniendo yo en esto con mi entusiástico amigo el diputado novel, afirmo que si todos los caciques fueran como don Andrés, sería gran ventura que cada pueblo tuviese su cacique; todo en cada pueblo estaría bien aseado y mejor cuidado; daría gusto andar por sus paseos y por sus caminos; el maestro de escuela no se moriría de hambre, y se gozaría de tan ordenada libertad, que el boticario podría ser impunemente, como don Policarpo, brujo y ateo, sin que por esto se suprimiesen ni dejasen de celebrarse con devoción, entusiasmo y regocijo hasta las más candorosas procesiones, aunque hubiese en ellas judíos, soldados romanos, Longinos con lanza y lazarillo después de quedarse ciego, paso de Abrahán y apóstoles y profetas.

Tiendo, trémulo de placer, la mano, y me encuentro, ¡ira de Dios! ¡cuerpo de Cristo!, me encuentro con la mano gafa de mi criado Bartolo, que me movía y sacudía, cual violenta peripecia de tragedia, para despertame del sueño más delicioso que mortal alguno pudo disfrutar: me asestaba aquel Longinos la larga lista de sus sisas, que como traidora lanza cotidianamente me dilacera el flaco y doliente costado, sacándome el revuelto rosicler de la plata y calderilla.

982 De todos modos lo cargan, y al cabo de tanto andar, cuando lo largan, lo largan como pa echarse a la mar. 983 Si alguna prenda le han dao se la vuelven a quitar: poncho, caballo, recao, todo tiene que dejar. 984 Y esos pobres infelices, al volver a su destino, salen como unos longinos sin tener con que cubrirse.

Allí vive el señor Longinos, platero viejo, que desde que era mozo anda surtiendo de alhajas á la grandeza de España. Pasa por ser un hombre muy honrado. Pues vamos allá. Encamináronse á aquella especie de sótano y entraron. Un hombre como de setenta años, tembloroso y excesivamente flaco y encogido, se levantó con cuidado de detrás de un mugriento mostrador.

Abrióle el señor Longinos, y miró y remiró la sortija. Muy rico es quien ha mandado montar este diamante dijo con una entonación particular el platero. En efecto, es grandemente rico; pero no se trata de eso. El valor de esa joya, ¿á cuánto ascenderá? ¿Queréis venderla? Os pregunto que cuánto vale esa joya.

¿Piensa vuesa merced gastar esos tres mil doblones? Y más que sea necesario. ¿Y para cuándo necesita vuesa merced presentarse á su majestad con su señora esposa? Hoy á las once. Rascóse una oreja con su trémula mano maese Longinos. Y son cerca de las nueve de la mañana. Es decir, que solo tenemos dos horas. Aprovechémoslas.