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El estudio desordenado y ansioso sólo servía para anular su voluntad. Pasaba la existencia enterándose de lo que miles de seres pensaron a través de los siglos, y cuando las necesidades de la vida le impulsaban a la acción, encontrábase desarmado, sin fuerzas para seguir su camino.

El novio, enterándose de que había visita en la sala, acercose despacito a la puerta para ver quién era. «Es Mauricia» le dijo su prometida saliéndole al encuentro. Ambos se fueron al comedor, esperando allí a que su tía despachase a la corredora. Cuando esta se fue no quiso Fortunata salir a despedirla, por temor de que dijese algo que la pudiera comprometer. iii

No hablaba con él que no le hiciese preguntas sobre la vida de aquel matrimonio, enterándose minuciosamente de la puntualidad con que cumplían sus compromisos. ¡Aún no le habrán pagado el último mes!... decía al avistarse con el «santo» . ¡Ni el anterior tampoco!... ¡Y usted tan tranquilo! ¡Qué hombre, Señor Dios!... Eso no es caridad, don Vicente: eso es tontería.

Iba Fray Miguel enterándose vaga y confusamente de todas estas novedades. Como era poco comunicativo no decía a nadie la impresión que le hacían; pero la impresión era profunda, acrecentando su profundidad y su fuerza, la reconcentración y el sigilo con que en el centro de su alma lo escondía todo.

Subieron con la misma cautela que habían bajado por la escalera de servicio, echó Enrique una ojeada al gabinete de su madre, y enterándose de que estaba allí Eulalia, subieron ya sin temor alguno al piso segundo y se posesionaron del cuarto de aquella señorita. Lo primero que hicieron fue echar el pasador a la puerta a fin de que no los sorprendiesen.

Lo distinguido, lo intelectual, lo moderno, es creer á ojos cerrados en cualquier patán astuto que, vistiendo la sotana, pronuncia sermones vulgares, y pasa las horas en el confesionario enterándose de vidas ajenas y adorando al Corazón de Jesús, que coloca por encima de Dios. ¡Yo no digo tanto! exclamó el millonario. Yo no creo en ellos, y hasta me río de sus cosas.

Los mayores se rizaban el bigote y lucían las sortijas. Da una galería á otra se miraban con gemelos, lo mismo que en el teatro, enterándose unos de otros. «Aquel pequeñito, guapo, es de Salamanca y muy rico... Ese moreno simpático es andaluz.» Y después de mirarse largamente, se saludaban con la mano... ¡Angelitos!

Afortunadamente para el pobre perro, los perdigones fueron a aplastarse en un poyo de piedra; pero algunos de rechazo dieron en el lomo y en las ancas del animal, que lanzó un aullido doloroso. Los vecinos salían a sus puertas, y enterándose al instante de lo que ocurría, comenzaron a dar voces y a arrojar sobre el animal, que ningún daño les había hecho, todo lo que encontraban a mano.

Pero aunque esta promesa bárbara fuese muy del gusto de Ra-Ra, éste protestó, sacando la cabeza imprudentemente por el borde del bolsillo. Lo creo oportuno dijo el pigmeo , pero dentro de algún tiempo. Ahora es inútil. Hay que esperar nuestra Revolución, cada vez más próxima. Mientras tanto, Flimnap corría las calles de la capital, enterándose de una serie de noticias muy inquietantes para él.

El joven iba ya enterándose de lo que eran el amor y sus dulces engaños. Vieron venir hacia ellos un viejo de cara hosca con un cayado al brazo, un guarda de Consumos que paseaba. Los dos, instintivamente, se separaron desenlazando los brazos. Esta sorpresa les sacó de su dulce somnolencia. Maltrana, en quien las impresiones eran menos duraderas, volvió, como él decía, a la realidad.