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Los tristes pajarillos gorjearon durante algunos minutos uno o dos trinos plañideros, emprendiendo luego el vuelo hacia la parte de Saint-Point, delante de nosotros.

Ulises, con su elegante Mare nostrum, no podía luchar contra los capitanes septentrionales, alcoholizados y taciturnos, que aceptaban á cualquier precio el llenar sus buques sórdidos, emprendiendo una marcha de tortuga á través de los océanos. No puedo más decía con tristeza á su segundo . Voy á arruinar á mi hijo. Si me compran Mare nostrum, lo vendo.

Murió también dijo con sequedad. ¿También Sagrario ha muerto? preguntó; Gabriel con extrañeza. Ha muerto para , y es lo mismo.... Hermano, por lo que más quieras en el mundo, no me hables de ella. Gabriel comprendió que despertaba una pena grande con sus preguntas y no dijo más, emprendiendo de nuevo la ascensión.

Mientras las bandas de muchachas despeinadas salían de la fábrica á la hora de comer para engullirse el contenido de sus cazuelas en los portales inmediatos, hostilizando á los hombres con miradas insolentes para que les dijesen algo y chillar después falsamente escandalizadas, emprendiendo con ellos un tiroteo de desvergüenzas, Roseta quedábase en un rincón del taller sentada en el suelo, con dos ó tres jóvenes que eran de la otra huerta, de la orilla derecha del río, y maldito si les interesaba la historia del tío Barret y los odios de sus compañeras.

Vio otra vez la rueda, la inmensa rueda, imagen de la humanidad, que giraba y giraba sin cambiar de sitio, emprendiendo una ascensión tras otra, para pasar siempre por los mismos puntos. El enfermo, enardecido por aquella sensación de frescura, creyó poseer nuevos sentidos para darse cuenta de lo que le rodeaba.

Atilio Castro admiraba á su pariente, más que por su riqueza y sus éxitos, por su inalterable salud. ¡Qué cosaco!... Es un legítimo heredero del protegido de Catalina. Sin embargo, muchas veces escapaba el yate mar afuera, emprendiendo largos viajes, sin que su dueño se viese forzado á huir de una pasión complicada y peligrosa.

De un momento a otro la vería aparecer bajo el sombrajo del porchu que daba entrada a su casa, llevando al brazo la cesta de la comida y sobre su rostro de milagrosa blancura, que el sol apenas doraba con ligera pátina de marfil antiguo, un sombrero de paja con largas cintas. Alguien se movió bajo el sombrajo, emprendiendo la marcha hacia la torre. ¡Era Margalida!... No; no era ella.

Perdió en esta vida la exacta noción del tiempo y el espacio, emprendiendo travesías que duraban meses por llanuras interminables. Tan pronto se consideraba próximo á la fortuna, como lo perdía todo de golpe por una especulación desgraciada. Y en uno de estos momentos de ruina y desaliento, teniendo ya treinta años, fué cuando se puso al servicio del rico estanciero Julio Madariaga.

Allí estaba por su voluntad y allí se quedaba... Por fin, las autoridades habían exhumado uno de los muchos procesos que tenía pendientes por sus propagandas de rebelde social, y un juez le llamó a Madrid, emprendiendo don Fernando el viaje a viva fuerza, acompañado de la guardia civil, como si su destino fuese viajar siempre entre una pareja de fusiles.

Además de esto, las rejas, que sólo dejaban ver la pared de enfrente; la aridez de la ciudad, donde no se encontraba una hoja verde; los aburridos paseos al lado del cura por aquel puerto de aguas muertas que olía a almeja corrompida y sin otros barcos que algunos veleros que llegaban a cargar sal... El día anterior, unos cuantos correazos más fuertes habían acabado con su paciencia. «¡Pegarle a él! ¡Si no fuese un cura!...» Se había fugado, emprendiendo a pie el regreso a Can Mallorquí; pero antes, como venganza, desgarró varios libros que el maestro tenía en gran estima, volcó el tintero sobre la mesa y escribió en las paredes vergonzosas inscripciones, con otras travesuras de mono en libertad.