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El primer sol de verano abrillantaba como espejos las barnizadas tablas de los carromatos, doraba los mástiles, esparcía un polvillo de oro en la plaza, daba al gigantesco toldo una transparencia acaramelada, y este cuadro levantino, fuerte de luz, dulcificábase con el tono blanco de la muchedumbre, vestida de colores claros y cubierta con los primeros sombreros de paja.

Luego, sin transición, se extendió sobre el cielo un día sereno, místicamente suave, somnoliento y bello; palpitante como si revoloteara en el aire la vida con alas invisibles; la Naturaleza despertaba a una exuberante resurrección. Y a la pobre enferma la sentaron al aire libre, postrada bajo aquel sol glorioso que lo doraba todo con sus rayos.

Los manzanos y otros frutales estaban también en flor. Y la hierba nueva en el suelo y los tiernos renuevos en los álamos y en otros árboles lo esmaltaban todo de alegre y brillante verdura. Los pajarillos cantaban; el sol naciente doraba ya con vivo resplandor los más altos picos de los montes, y un ligero vientecillo doblegaba la hierba y agitaba con leve susurro el alto follaje.

Y agitado en su interior por estos pensamientos, avanzaba penosamente, trazando zigzags como si estuviera ebrio, cada vez más pálido y extendiendo sus brazos al pedir mentalmente que lo arrancasen del mundo. Había llegado frente a San Juan, y su mirada, cada vez más indecisa y obscura, se fijó en la célebre veleta, en el pajarraco que doraba el sol, dándole el brillo de un ave del Paraíso.

Se hallaba cierta tarde, contra su costumbre, leyendo en el corredor de casa, resguardado de los rayos del sol por la parra, cuyos sarmientos pendían del alero, formando fresca y tupida cortina. La luz se quebraba entre sus pámpanos, los doraba, los hacía transparentes, y llegaba hasta él suave y dormida.

Sus cabellos relucían como oro candente, suponiéndose que se los adobaba y doraba con cierta loción cosmética de muy pocos conocida, y usada también por la famosa Lucrecia Borgia, Duquesa de Ferrara.

Y no sólo era pasmosa la extensión de su superficie, sino que también lo era su profundidad insondable. En aquella soledad imponente, sublime terror pesaba sobre los espíritus durante la noche; pero rayada la aurora, todo se bañaba en luz y en vivos colores, y el sol rutilante y glorioso doraba el aire y esmaltaba de púrpura y de líquida plata las ondas azules.

Pero la reconciliacion de los hijos de la Iglesia trajo al cabo el iris de paz á la cristiandad sobre un mar de sangre musulmana en Calatañazor; y mientras la peña de las águilas estaba bañada de roja espuma, el sol del Califato doraba apenas las torres de la mezquita con sus crepusculares fulgores. ¡Grande fué para la verdadera civilizacion del Occidente el triunfo de aquella jornada!

El humo de los cigarros y el polvo de las pisadas formaban una nube azulada sobre las cabezas, que el sol doraba con sus rayos, al pasar por las altas vidrieras; la rueda era como la roca, contra la cual se estrellan las oleadas tempestuosas; allí los gritos eran más fuertes, los apóstrofes más rudos, la lucha más reñida, más desesperada, más implacable; los bastones, esgrimidos por brazos que la pasión enardecía hasta la epilepsia, se levantaban amenazadores.

La plaza, con sus puestos de venta al aire libre, sus toldos viejos, temblones al menor soplo del viento, y bañados por el rojo sol con una transparencia acaramelada, sus vendedores vociferantes, su cielo azul sin nube alguna, su exceso de luz que lo doraba todo a fuego, desde los muros de la Lonja a los cestones de caña de las verduleras, y su vaho de hortalizas pisoteadas y frutas maduras prematuramente por una temperatura siempre cálida, hacía recordar las ferias africanas, un mercado marroquí con su multitud inquieta, sus ensordecedores gritos y el nervioso oleaje de los compradores.