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Doblegábanse los nispereros con el peso de los amarillos racimos cubiertos de barnizadas hojas; asomaban los albaricoques entre el follaje como rosadas mejillas de niño; registraban los muchachos con impaciencia las corpulentas higueras, buscando codiciosos las brevas primerizas, y en los jardines, por encima de las tapias, exhalaban los jazmines su fragancia azucarada, y las magnolias, como incensarios de marfil, esparcían su perfume en el ambiente ardoroso impregnado de olor de mies.

Más allá veíanse los campos, que azuleaban con la llegada del crepúsculo, y a lo lejos, sobre la ancha y polvorienta faja del camino, marcábanse como un rosario de hormigas las mujeres que, con los fardos en la cabeza, marchaban hacia el inmediato pueblo, cuya torre asomaba tras una loma su montera de tejas barnizadas, brillantes con el último reflejo de sol.

Por el arroyo central daban vueltas y más vueltas, como arcaduces de noria, los carruajes alineados en interminable rosario. Las torres de los guardas erguían sus caperuzas de barnizadas tejas por encima de los árboles, y a los dos extremos del paseo, empequeñecidas por la distancia, destacábanse sobre el verde fondo las monumentales fuentes con sus figuras mitológicas ligeras de ropa.

El invernáculo era otro gran salón de cúpula, ofreciendo magnífico conjunto de enormes jarrones azules realzados por adornos de oro, dobles cajas de plantas, estatuas medio ocultas bajo el ramaje, divanes rodeados de taburetes, y banquillos esparcidos bajo los grandes abanicos de las palmeras, de los bejucos colgantes con sus pálidas flores color de cera, y de las hojas barnizadas y espesas corolas blancas de las magnolias.

En alguna ventana se veía lucir tras los vidrios mojados la pálida llama de una lámpara, y por cima de los edificios notaba esa claridad indecisa que anuncia desde lejos el asiento de las grandes ciudades. Las calles estaban enlodadas, los jardinillos de las plazas encharcados con el continuo gotear de las ramas de los árboles, cuyas hojas aparecían como barnizadas por la lluvia.

Paseó los dedos por la puerta, palpando las molduras, deslizándolos por las superficies barnizadas, como si buscase á tientas una rendija, un agujero, algo que le permitiese llegar hasta el hombre que estaba al otro lado. Instintivamente dobló sus rodillas, pegando la boca al orificio de la cerradura. ¡Dueño mío! murmuró con una voz de pordiosera . ¡Abre!... No me abandones.

Era América tal como la habían soñado: al fin iban a sentar el pie en el nuevo continente... Y el plátano grácil, coronado por el amplio surtidor de sus hojas barnizadas, extendíase por todo el paisaje, formando grupos en torno de las blancas construcciones de la playa, remontando los caminos en doble fila, tendiéndose sobre las mesetas en apretados bosques, festoneando las cumbres con la esbeltez de su tallo, que le hacía destacarse sobre el cielo lo mismo que el estallido de un cohete verde.

Las alhajas animadas del Océano, peces y corales, brillaban con colores propios que eran reflejos de su vitalidad. Su verde, su rosado, su amarillo intenso, sus iris metálicos, tintas jugosas eternamente barnizadas por un charol húmedo, no podían subsistir en el mundo atmosférico.

Estaban allí los árboles menos simétricos, limpios y derechos que en Vichy; más desigual el suelo de la ruta; más virgen la hierba de los linderos; menos barnizadas, pulidas y flamantes las quintas y hoteles que ambos lados del camino guarnecían.

Rosita entonces, se detuvo un momento para separar las hojas espesas y barnizadas de los áloes, se abrió paso a través de la maleza, se arrastró hasta el lado del maldito, lanzó un grito terrible, y cayó... muerta... El renegado está ahí; cercad ese lugar y rechazad al pueblo. Ríndete, perro, porque veinte carabinas te están apuntando exclamó el comandante de los carabineros.