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De tiempo en tiempo veíase algún cobertizo, en cuya sombra relucían los aperos de labranza y el rústico y potente olor de la fecunda tierra labradía penetraba en los pulmones, sano y fuerte como las robustas hortalizas que vegetaban en los huertos próximos. Corta distancia había desde el puente al manantial intermitente.

Aquel paso tenía algo tan pintoresco y majestuoso, que en cualquier otra circunstancia Catalina hubiese quedado maravillada al contemplarlo, y Luisa no hubiera dejado de admirar aquellas altas pirámides de escarcha, aquellos festones que relucían como el cristal, a la pálida luz de la Luna; pero entonces sus almas estaban llenas de inquietud.

Las sombras empezaban a extenderse sobre la vega, y en los montes opuestos a los montes por donde el sol se ocultaba, relucían las peñas más erguidas como si fueran de oro o de cristal hecho ascua.

Dueño y señor ya de ellas y comenzando a orientarme, reparé que la cocina era enorme, y que sus negras paredes relucían como si fueran de azabache bruñido; que la lumbre, cuyos penachos de llamas subían lamiendo los llares recubiertos de espesos copos de hollín, hasta rebasar de la ancha campana de la chimenea, estaba arrimada a un poyo con bovedilla, que era la jornía o cenicero, sobre una espaciosa y embaldosada meseta, en uno de cuyos bordes de empedernida madera, y a menos de un pie de altura sobre el suelo general, apoyaba yo los míos; que a mi sillón, grande y con brazales derechos, seguían, hasta cerrar todo el perímetro de la meseta, bancos y escabeles de madera desnuda y muy brillante por el uso, lo mismo que el sillón, y que este hogar ocupaba la cabecera más abrigada de la cocina.

Mientras el viajero saltaba del coche, el señor Princetot se decidió a llamar a su criado, ordenándole que se hiciese cargo del equipaje. Delaberge había resuelto por último marchar valientemente hacia las soluciones más breves. Subió ligero los cinco escalones, entró con el dueño de la casa en la cocina en que relucían innúmeras cacerolas de cobre y fue el primero en hablar.

En las salvas de dos pequeños cañones que monta la María Rosario, mandamos una cortés salutación á los dormidos habitantes de Marianas, los cuales nos correspondieron izando bandera en el fuerte y armando botes en el puerto. A todo remo y en buena vela apareció por la desembocadura del canal un bote ballenero. Bandera flotaba en la popa y galones relucían en las bordas.

Relucían las peñas y los troncos y los bardales y los suelos por todas partes, eso , y se sentía un frío húmedo y pegajoso que llegaba hasta los huesos; pero estaba risueña y en calma la Naturaleza, y esto levantaba mucho los ánimos.

Encima de las cajas a medio abrir; sobre la meseta de mármol de la chimenea, construida frente a la puerta; en el zócalo de la artística embocadura con que se había sustituido el tabique divisorio de la alcoba, y arrimadas a los ángulos de la habitación, había piezas desarrolladas de rico papel imitando tapicería, y relucían adornos de metal y baquetones dorados... ¡María Santísima, las exclamaciones que hizo Mari Pepa al verlo, pensando que aquello valía una riqueza, sin contar lo mucho que le gustaba!

Sus negros ojos brillaban, relucían, chispeaban, parecía que llevaban en una expresión de reto continua, persistente, indomable. Su paso no era lento, grave y acompasado, sino vago, indecisivo, maquinal, nervioso, por decirlo así.

Llovía y hacía mucho frío. Al principio sólo vi calles fangosas, aceras mojadas que relucían al resplandor de las luces de las tiendas, el rápido y continuo relampagueo de los carruajes cruzándose, salpicándose de lodo, una infinidad de luces chispeantes, como alumbrado sin simetría en largas avenidas formadas de casas negras cuya altura me parecía prodigiosa.