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Retírese ya, que hace mucho frío... y ruegue á Dios por En la calle del Carmen, en la de Preciados y Puerta del Sol, á todos los chiquillos que salían dió su perro por barba. «¡Eh! niño, ¿ pides ó que haces ahí, como un boboEsto se lo dijo á un chicuelo que estaba arrimado á la pared, con las manos á la espalda, descalzos los pies, el pescuezo envuelto en una bufanda.

Cuando iba á la capital, pasaba inadvertido por su aspecto rústico, con las mismas polainas que usaba en el campo, el poncho arrollado como una bufanda y asomando sobre éste las puntas agresivas de una corbata, adorno de tormento impuesto por las hijas, que en vano arreglaban con manos amorosas para que guardase cierta regularidad.

Mientras hablaba con Jorge noté que me miraba, con gran disgusto mío, porque no me consideraba muy presentable con el largo gabán ruso que me envolvía para preservarme del frío en aquella destemplada mañana de abril, sin contar la bufanda que llevaba al cuello y el sombrero de fieltro calado hasta las orejas. Tienes una encantadora compañera de viaje me dijo Federly al reunírseme.

Llevaba el más viejo una bufanda encarnada que le cubría la camisa, un sombrero calabrés algo mugriento y un arete de oro en la oreja izquierda; el más joven era bajo, rechoncho y sin pelo de barba en la rolliza cara. Quedóse atrás Sabadell, mirándoles muy espantado, como si quisiera reconocerles...

Pero en aquel momento un joven alto, de nariz abultada y bermeja, vestido decentemente con pantalón y chaqueta negros, bufanda al cuello, negra también, y ancho sombrero de paño, también negro, los abocó, preguntando al viajero: ¿Sería usted, por casualidad, el sobrino del señor cura de Riofrío? Servidor.

Tenía el sombrero echado hacia atrás, la bufanda le colgaba de los hombros, y su pecho jadeaba como después de una carrera desenfrenada. Se olvidó de dar los buenos días y no hizo más que lanzar en torno suyo una mirada hosca e investigadora. ¡En nombre del Cielo, doctor! le gritó el señor Hellinger precipitándose a su encuentro. ¡Nos embistes como un toro!

Abra usted, tiíta Silda, soy yo. Como pudo, bajó de la cama; en camisa y descalza, con el maldito reuma prendido a la cintura, y tiró del pasado. Quilito entró, arrebujado en la bufanda. Tiíta, vengo a que me usted veinte nacionales, pero ahora mismo, inmediatamente. Pero, muchacho, ¿qué pasa? déjame acostar... Dime, ¿para qué quieres veinte nacionales? ¡y a estas horas!

Despertó cuando ya era de día. Al encontrarse vestido, se acordó, y tratándose mentalmente de marmota y leño, pensó si ya estaría en el mundo el nuevo Moscoso. Bajó apresurado, frotándose los párpados, medio aturdido aún. En la antesala de la cocina se dio de manos a boca con Máximo Juncal, el médico de Cebre, con bufanda de lana gris arrollada al cuello, chaquetón de paño pardo, botas y espuelas.

Vestía levitín raquítico, rapado y camaleónico, por sus tornasoles; bufanda de Palencia, enroscada al pescuezo; estrechos pantalones a cuadros, con sendas prominencias en las rótulas. Calzábase con zapatillas de orillo.

Frígilis sonrió como un filósofo y echó a andar delante. Era un señor ni alto ni bajo, cuadrado; vestía cazadora de paño pardo; iba tocado con gorra negra con orejeras y por único abrigo ostentaba una inmensa bufanda, a cuadros, que le daba diez vueltas al cuello. Lo demás todo era utensilios y atributos de caza, pero sobrios, como los de un Nemrod.