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Riofrío, que es la capital, está en el centro mismo. En cuanto salgamos de esta apretura y subamos un repechito corto, lo veremos. A usted no le gustarán estos peñascotes, ¿verdad? acostumbrado a vivir en las ciudades... Al contrario, me encantan: esto es hermosísimo.

Rosa los reconoció en seguida: era una partida de mozos de Riofrío: entre ellos iba Celesto, gesticulando alegremente, con el descomunal sombrero de fieltro en el cogote. Los amantes dejaron escapar un suspiro de placer y se miraron risueños. Ya no me acordaba dijo Rosa de que mañana es la fiesta de Santa Teresa en Marín.

Voy de paseo un rato con Andrés. De paseo... de paseo... ¡dichoso paseo!... Y yo aquí espera que te espera, a que le gana de tomar el chocolate. No te apures, mujer... Procuraré venir a tiempo. No, por puede quedarse por allá... Haré el chocolate a la seis, y lo dejaré quemarse al rescoldo... El cura de Riofrío quedó anonadado.

Unos dicen que fue al subir al coche para marchar a Riofrío en expedición de recreo; otros que la causa del percance fue un resbalón dado con muy mala fortuna en día lluvioso, y Pipaón, que es buen testimonio para todo lo que se refiere a la residencia del héroe de Boteros en la Granja, asegura que cuando este supo la caída de Calomarde y la elevación de D. José Cafranga a la poltrona de Gracia y Justicia, dio tan fuerte brinco y manifestó su alegría en formas tan parecidas a las del arte de los volatineros, que perdiendo el equilibrio y cayendo con pesadez y estrépito se rompió una pierna.

La pasión hacia Rosa, aunque mezclada ahora de rencor, no mermaba; antes parecía crecer con el alejamiento y el recuerdo del vigoroso mojicón recibido. Particularmente, cuando Andrés llegó en el mes de Abril a Riofrío y comenzó a requebrar a su sobrina, se encendió de modo notable con el combustible de los celos.

Pasados los primeros momentos, en que apuró todas las emociones placenteras que la corte le ofrecía, después de su voluntario apartamiento; cuando estas emociones se gastaron y el espíritu quedó en reposo, acudiole más a menudo el recuerdo de Riofrío y de su devaneo con Rosa. Al principio procuró ahogarlo, aturdiéndose con ocupaciones y recreos; y lo consiguió: después ya no pudo.

Tenía la hija del molinero de Riofrío figura arrogante y esbelta, y en sus movimientos había gracia inexplicable. Su rostro trigueño y sonrosado ofrecía ordinariamente expresión dura y hasta desdeñosa; pero era tan vivo, tan fresco, tan salado, que causaba en los hombres impresión placentera y picante al mismo tiempo.

Mientras D. José, en lo alto de la sagrada cátedra, se sonaba con un pañuelo de yerbas y se limpiaba las narices repetidas veces de un modo mesurado e imponente, propio para ejercer saludable fascinación en el ánimo de aquellos sencillos campesinos, el cura de Riofrío, transformado en hostiario, ordenaba el concurso de suerte que todos pudiesen oír cómodamente al orador.

Una vez que había ido a Lada, varios jóvenes que salían de un café le dijeron algunas frases obscenas: otra vez, unos señores que habían venido de caza a Riofrío, hallándola sola en un camino, le dijeron también palabrotas groseras, y uno de ellos se propasó a vías de hecho.

¡Hola, señor cura!... ¡Doña Rita, doña Rita!... ¡Vamos, despáchense ustedes, carambita, que traigo forasteros! principió a gritar Celesto, aplicando al propio tiempo rudos golpes a la parte inferior de la puerta, que era la que estaba cerrada. Casi al mismo tiempo aparecían en el corredor y en la puerta respectivamente el cura de Riofrío y su ama.