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»Así, he decidido, hermano mío, que todos mis bienes vayan a los pobres cuando mi alma abandone su envoltura carnal. Por eso, Amaury, soy tan chancera y jovial; riendo, me eximo de pensar y tomo a chacota lo que de otro modo me pondría triste y de mal humor. »Pero dejemos a un lado ideas tan poco alegres y hablemos de Felipe Auvray. »Esto que es ya otra cosa.

A casa del señor Felipe Auvray contestó Amaury en tono que no tenía nada de pacífico. Como Felipe, que no quería renunciar a sus antiguas costumbres, seguía viviendo en el barrio Latino, era larga la distancia que habla que recorrer, y Amaury tenía tiempo para que se transformase en cólera todo el mal humor que había sacado de casa del conde.

Es un propósito monomaníaco y las más adorables y aristocráticas beldades del barrio de San Germán se han estrellado en su sistemática esquivez. ¡Pues bien! dijo el doctor. ¿Tendremos que acudir a Felipe de Auvray? Ya le he dicho, tío mío... interrumpió Antoñita. Deja hablar a Amaury, hija mía.

Felipe de Auvray lanzó un grito agudo, desgarrador, indefinible, y sin saludar, sin despedirse de nadie, huyó de aquella casa como un loco, y un momento después el simón llevaba al desesperado mozo camino de París. El desdichado Felipe había llegado, como siempre, con media hora de retraso. Era el día 1.º de agosto.

Pero en el acto, me sentí asido por una mano varonil que me puso delante de mi hermosa vecina, y mientras ésta se levantaba de su asiento haciendo un mohín lleno de gracia, mi amigo Aumary, le dijo: Vida mía, tengo el gusto de presentarte a mi amigo, Felipe Auvray. Es vecino tuyo y hace tiempo que desea conocerte. Ya conoces el resto de la aventura.

Saludáronme las carcajadas de todos, esto picó mi amor propio, medí con la vista la distancia a que se hallaba la barca, y viendo que no me separaban de ella más de unos cuatro pies, salté y... ¡zas!... ¡ con mi cuerpo en el lago! ¡Pobre Felipe! Gracias a que sabes nadar como un pez, pues de otro modo... Esa circunstancia me valió interrumpió Auvray.

Felipe Auvray parecía estar enojado con Amaury. En un principio había decidido no asistir al baile por juzgarse lastimado en su dignidad; pero, más fuerza que esta consideración había hecho en su ánimo el deseo de poder decir al día siguiente que había estado en el gran baile con que el doctor Avrigny celebraba el enlace de su hija, y no pudiendo resistir a los requerimientos de su amor propio, había ido como todos.

Auvray continuó: «Ya ve usted señorita, que la conozco. ¿Y a usted, jamás le ha dicho su instinto de mujer que muy cerca de usted, en la casa de enfrente, había un joven que poseyendo algunos bienes, vive solo y aislado y necesita un corazón amante y cariñoso que sepa comprenderle? ¿No ha adivinado usted que aquí había un hombre capaz de dar su sangre, su vida, y su alma al ángel que bajase del Cielo para llenar el vacío de su triste existencia, y cuyo amor no sería un capricho profano y ridículo, sino una adoración eterna?

La sobrina del doctor empezó a nombrar a aquellas de sus antiguas amistades que no habían cesado de visitar la casa de la calle de Angulema, citando por último a Felipe Auvray. El enfermo recapacitó. ¿Ese Felipe Auvray no es amigo de Amaury? , señor. ¿Uno muy elegante? ¡Oh! no, tío. Pero joven y de gran posición, ¿no es eso? . ¿Noble? No. ¿Te ama? Lo sospecho. ¿Y a él? Ni un comino.

Por el ayuda de cámara tuvo Amaury noticia de aquella visita inoportuna y su primera intención fue subir directamente a su cuarto, dejando a Felipe que esperara hasta que ya, aburrido, se marchase, cansado de aguardar. Pero Auvray era tan buen amigo que le dio lástima y entró en su despacho, donde sabía por el criado que estaba esperándole Felipe. ¡Gracias a Dios! dijo éste al ver a Amaury.