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Pero con frecuencia me mostraba brusco y chabacano; juraba y echaba pestes en torno de ella sin acordarme de que me bastaba alzar la voz para hacerla estremecer y que el menor pliegue que arrugaba mi frente, la hacía palidecer. ¡Ve ahí, delante de nosotros, ese cuerpo que no tiene más que el aliento, y mírame a , gigante rudo y tosco!

Otros, temiendo encerrarse entre los tabiques de acero, permanecían tendidos en los sillones de las cubiertas, bajo la azulada sombra de las lonas, esperando los leves e intermitentes soplos de la brisa sobre el pescuezo sudoroso, en torno del cual se arrugaba el cuello de la camisa como un trapo mojado.

Cerraba los ojos grises y arrugaba el entrecejo; le enojaba la luz, tropezaba con los muebles, olía al monte; traía pegada al cuerpo la niebla de las marismas y parecía rodeado de la obscuridad y la frescura del campo.

El oscuro caserón, sin perder su aspecto vetusto y misterioso, se trasformó por dentro en agradable morada. Pero el deshonorado militar se consumía, se secaba dentro de ella como un árbol sin luz y sin agua. Una melancolía profunda minaba su organismo, le arrugaba la piel, blanqueaba sus cabellos, debilitaba sus piernas y ponía trémulas sus manos.

Me dijo que me amaba y que había resuelto casarse conmigo. «¿Quiere usted ser mi mujer...?» Yo no sabía qué contestarle; arrugaba mi vigésimoquinto «marinero»; al fin, recobré la sangre fría. «¡Según y cómo!», le dije. «¿Tiene usted algún oficio...?» «No se preocupe; tengo una profesión bastante lucrativa. ¡Lo importante es que yo no le desagradeMe dejé caer sobre una silla, me puse a sollozar y me enjugaba los ojos con el «marinero». Aquella misma noche, el señor Mers venía a buscarme a la salida del almacén con su auto, me llevaba a nuestra casa y pedía mi mano a papá, que estuvo a punto de caer enfermo por la impresión. ¡Ya ve usted...! ¡Un yerno que tenía quince millones! ¡El pobre papá no volvía de su asombro...!

Entonces, sólo entonces se descomponía un poco; dejaba los ademanes acompasados, suaves, académicos, y encogía las piernas, se bajaba como un cazador en acecho, para disparar sobre el argumento contrario, daba palmadas rápidas, sin medida sobre el púlpito, se arrugaba su frente, se erizaban las puntas de acero que tenía en los ojos, y la voz se transformaba en trompeta desapacible y algo ronca.... Pero ¡ay! esto era perderse.

Y si el rey en persona le arrugaba las cejas, como para cortarle el discurso, crecía unas cuantas pulgadas a la vista del rey, se le ponía ronca y fuerte la voz, le temblaba en el puño el sombrero, y al rey le decía, cara a cara, que el que manda a los hombres ha de cuidar de ellos, y si no los sabe cuidar, no los puede mandar, y que lo había de oír en paz, porque él no venía con manchas de oro en el vestido blanco, ni traía más defensa que la cruz.

Hablaban del colegio, que había dado su examen en aquella semana, y dejaba a Sol libre durante dos meses: y a Sol no le gustaba mucho enseñar, no, «pero me gusta: ¿no ves que así no pasa mamá apuros? ¡Mamá!». Y Sol contaba a Lucía, sin ver que a esta al oírlo se le arrugaba el ceño, cómo inquietaban a doña Andrea los cuidados de Pedro Real, de que no hablaba la señora, porque la niña no se fijase más en él; pero ella no, ella no pensaba en eso.

Y poco después, mientras Benítez traía a la vida con antiespasmódicos a la Regenta y recetaba nuevas medicinas para combatir peligros nuevos, complicaciones del sistema nervioso, Frígilis en el tocador leía la carta del que siempre llamaba ya para sus adentros cobarde asesino; y después de leer el papel asqueroso, lo arrugaba entre sus puños de labrador y decía con voz ronca: ¡Idiota! ¡infame! ¡grosero! ¡idiota!

Ya era raro el día en que Ramiro no pasaba algunas horas con Aixa. A veces, junto a ella, sentíase sobresaltado por una onda de tribulación, que le arrugaba el sobrecejo y fijaba sus pupilas.