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Aplaudía la gente, gritaban los más entusiastas y nerviosos, rugía la música, y en medio de este estruendo, que iba esparciéndose por ambos lados, desde la puerta de salida hasta la presidencia, avanzaban las cuadrillas con una lentitud solemne, compensando lo corto del paso con el gentil braceo y el movimiento de los cuerpos.

Moro aplaudía, alababa el instrumento sin hacer alarde de su superioridad. Y proseguía con marcha oblicua y trabajosa, no hacia la confitería de D.ª Romana, que era el término glorioso de sus expediciones matinales, sino hacia casa de Paco Gómez. Resonaba ésta ya con los pasos agitados y el vocerío de una muchedumbre de jóvenes diligentes.

Saltaba la bestia con la agilidad del terror, las cuatro patas en el aire al mismo tiempo, torciendo en vano la cornuda cabeza para arrancarse con la boca aquellos demonios agarrados a su pescuezo. La gente reía y aplaudía, encontrando graciosos estos saltos y contorsiones. Parecía que ejecutaba una danza de animal amaestrado con la torpe pesadez de su volumen.

Digan cuanto quieran los peruanos sobre este particular, lo cierto es, que en el interior de todos ellos se aplaudia la general conmocion: sentian si hubiese sido un indio el autor, porque se les hacia muy duro doblar la rodilla á un hombre de esta casta, mirada en aquellos paises con menos consideracion que la de los esclavos: y no obstante esta repugnancia, estuvieron indecisos, hasta que vieron no se les cumplia, como se les habia prometido, la libertad de sus vidas y haciendas.

Anunciando su nombre en los carteles, el éxito era seguro: plaza llena. El populacho aplaudía entusiasmado al «niño de la señá Angustias», haciéndose lenguas de su valor. La fama de Gallardo extendiose por Andalucía, y el talabartero, sin que nadie solicitase sus auxilios, mezclábase en todo, arrogándose el papel de defensor de los intereses de su cuñado.

Subí al estrado y cuando tuve mi corona en una mano, en la otra un grueso volumen, de pie junto a la escalinata, cara a cara del público que aplaudía, buscaba los ojos de la señora de Ceyssac; la primera mirada que encontré con la de mi tía, el primer rostro amigo que reconocí, precisamente debajo de , en la primera fila, fue el de Magdalena. ¿Experimentó ella también un poco de confusión viéndome en aquella actitud espantosamente desairada que trato de pintarle a usted? ¿Repercutió en ella el encogimiento que me dominaba? ¿Sufrió su amistad al verme risible o sólo adivinando que sufría? ¿Cuáles fueron, exactamente, sus sentimientos durante aquella rápida pero cáustica prueba que pareció alcanzarnos a los dos al mismo tiempo y en igual sentido?

Aquel matrimonio que había preparado, aquella combinación inteligente que ella misma se aplaudía como un rasgo de genio, podía convertirse en su confusión y en su ruina. No hacía falta para ello más que un capricho de la Naturaleza o la estúpida honradez de un médico para que quedasen fallidos los cálculos más sabios y defraudadas sus más queridas esperanzas.

A pesar de esto, en ciertos pasajes muy naturalistas en que imitaba una tempestad o las campanadas de incendios que da cada parroquia, le aplaudía mucho el público, y a última hora le pedían siempre habaneras.

Y aunque algún personaje de espíritu ligero y afeminado manifestó por lo bajo que lo que él aplaudía eran los ojos negros y los dientes blancos de las peñascas, tenemos la certeza de que la mayoría supo apreciar perfectamente la intención pura y el clasicismo del himno del vate de Peñascosa.

Se aplaudía con entusiasmo a la cantatriz, y se pedían más vino y más canciones. Luego, a petición del doctor Chevirev, cantaba una bohemia entrada en años, de rostro enflaquecido y enormes ojos rasgados; aludía en sus cantos al ruiseñor, a las citas amorosas en el jardín, al amor juvenil y a los celos. Estaba embarazada de su sexto hijo.