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El librero de la calle de la Industria pedía a Madrid algunas novelas de Paul de Kock por encargo de sus parroquianos, y el profesor de piano hacía análoga reclamación a los editores de música, de varias romanzas sentimentales con títulos apasionados como Vorrei morir, Tutto per te, Non posso vivere y otras de igual jaez, por empeño de sus discípulas.

Unas pasajeras de Río tecleaban en el piano del salón y buscaban romanzas en los montones de partituras, ganosas de lucir sus habilidades ante las gentes que venían de Europa. Algunos jóvenes hablaban de improvisar un concierto, una fiesta íntima. El cielo se había aclarado; lucían las estrellas entre harapos de nubes en fuga; las rugosidades del Océano eran cada vez menos sensibles.

Así pasaba las horas, recordando romanzas de su juventud, casi ignoradas por la generación que había seguido á la suya, ó repitiendo la música que era de moda cuando ella huyó de París. Muchas veces, entusiasmada por estas evocaciones del pasado, sentía la necesidad de unir su voz á la del instrumento.

Voces aflautadas y tímidas vocalizaban romanzas sentimentales, canciones napolitanas, y se interrumpían para decir: «¡Viniendo artistas a bordo! ¡qué atrevimiento!...». Algunas jóvenes, bajo la crítica severa de un tribunal de padres y de tías, recitaban versos en francés, tapándose con un abanico los ojazos ardientes de criolla o la boca carmesí, en la que empezaba a diseñarse la seda de un leve bozo, contorsionando con reverencias de dama versallesca sus caderas en capullo de futuras procreadoras.

Era Schubert, con sus melancólicas romanzas, el músico preferido; la dominaba en aquella soledad el encanto de la música triste. Su alma pasional y tumultuosa parecía desmayarse, enervada por el perfume de los naranjos.

Y enternecido por la alegría pueril del amanecer, lanzaba su voz de bajo á través del marítimo silencio, entonando unas veces romanzas sentimentales que había oído en su juventud á una tiple de zarzuela vestida de grumete; repitiendo otras las salomas en valenciano de los pescadores de la costa, canciones inventadas mientras tiraban de las redes, en las que se reunían las palabras más indecentes al azar de la rima.

Tomó su desayuno en un velador del vestíbulo, leyó periódicos, tuvo que salir á la puerta huyendo de la matinal limpieza, perseguido por el polvo de las escobas y las alfombras sacudidas, y una vez allí, fingió gran interés por los músicos ambulantes, que le dedicaban romanzas y serenatas, poniendo los ojos en blanco al presentarle sus sombreros. Alguien vino á hacerle compañía.

¿Rusa?... Hay quien la conoció de niña en Viena, cantando sus primeras romanzas en un music-hall. Un señor que perteneció á la diplomacia afirma por su parte que es española, pero de padre inglés... Nadie conoce su verdadera nacionalidad; tal vez ni ella misma. Robledo abandonó su asiento,. No era digno de él permanecer allí escuchando silenciosamente tales cosas contra sus amigos.

Además, unas niñas brasileñas se preparaban para tocar a cuatro manos una sinfonía; las artistas de opereta contribuirían con varias romanzas; uno de los norteamericanos pensaba disfrazarse de negro para rugir su música con acompañamiento de ruidosos zapateados; y hasta fraulein Conchita, cediendo a los ruegos de varias señoras entusiastas de las cosas de España, había accedido a ponerse de mantilla blanca, cantando con su hilillo de voz algunas canciones de la tierra.

Brull conocía mucho al barbero. Era una de sus admiraciones de adolescente. El miedo a su madre fue lo único que le impidió de muchacho el frecuentar aquella barbería, refugio de la gente más alegre de la ciudad, nido de murmuraciones y francachelas, escuela de guitarreos y romanzas amorosas que ponían en conmoción a toda la calle.