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Hullin, el doctor Lorquin y Luisa se habían marchado con los del Sarre. Catalina Lefèvre dirigía en persona la operación de cargar la galera, tirada por cuatro caballos, de pan, carne y aguardiente. Todo era ir y venir, correr y ayudar a hacer los preparativos. Robin no pudo contar a nadie lo que había presenciado.

Se hubiera oído volar una mosca; los lobos, al andar, no hacían ruido alguno, y el cuervo iba a posarse en la copa de una encina seca, situada sobre una de las rocas opuestas; su brillante plumaje parecía de color azul, y de vez en cuando volvía la cabeza como si escuchara. Aquello era extraordinario. Robin pensó: El loco no ve nada ni oye nada; y van a devorarle.

¡Bien dicho, muchacho! ¡Ea, cada cual para ! ¿Á quién buscas, Robín? El señor barón desea veros en su tienda, dijo á Roger un joven arquero. Apenas llegado Roger á presencia de su señor entrególe éste un abultado pergamino, diciendo: Acaba de traérmelo un mensajero de Su Alteza, quien me dice que fué portador de ese y otros pergaminos un caballero recienllegado de Inglaterra al cuartel general.

La gente de la finca, Duchêne, Anita, Robin, Dubourg, formando un semicírculo, miraban a Gaspar con aire extático; Luisa llenaba de vez en cuando la copa; la madre Lefèvre, sentada cerca del horno, revolvía la mochila y, al no ver mas que dos camisas viejas muy sucias, con agujeros como puños, unos zapatos torcidos, betún para la cartuchera, un peine con sólo tres púas y una botella vacía, levantó las manos al cielo y se apresuró a abrir el armario de la ropa blanca, murmurando: ¡Señor! ¿Cómo extrañarse de que muera tanta gente de miseria?

Mientras Hullin se enteraba del desastre de nuestros ejércitos y mientras se dirigía lentamente, cabizbajo y preocupado, hacia la aldea de Charmes, todo seguía su marcha acostumbrada en la granja de «El Encinar». Nadie pensaba ya en el extraño relato de Yégof, nadie se cuidaba de la guerra; el viejo Duchêne llevaba los bueyes al abrevadero; el pastor Robin removía la cama del ganado, y Anita y Juana desnataban las ollas de leche cuajada.

Cosa rara, Juan Claudio; a medida que el loco hablaba, me parecía que volvía a ver aquellos países de otro tiempo y recordarlos como si fuesen sueños... Yo había soltado la rueca, y el viejo Duchêne, Robin, Juana, todo el mundo, en fin, escuchaba. «, hace mucho tiempo añadió el loco . En aquella época ya construíais vosotros estas grandes chimeneas, y por todo alrededor, a doscientos o trescientos pasos, levantabais estacadas de quince pies de alto con las puntas endurecidas por el fuego.

Eran próximamente las nueve; el loco fue a sentarse junto a un rincón del hogar, que llameaba... Duchêne, el mozo de labor, reparaba la silla de montar de Bruno; el pastor Robin hacía una cesta, y Anita colocaba los cacharros en el vasar; yo había acercado el torno al fuego para hilar una rueca antes de acostarme. Fuera, los perros ladraban a la Luna; debía de hacer mucho frío.

Tal es la leyenda conocida respecto del Blutfeld; y ciertamente, cuando se contempla aquel desfiladero, encajonado entre montañas como una enorme cisterna, sin más salida que un estrecho sendero, se comprende que los germanos no debían hallarse allí muy a gusto. Robin llegó al puerto entre las siete y las ocho, a la salida de la Luna.

El concierto duró más de diez minutos. El cuervo, posado en el árbol seco, no se movía. Robin hubiera querido huir; rezaba, llamaba en su auxilio a todos los santos, y muy particularmente a su patrón, del que son muy devotos los pastores de la sierra. Pero los lobos continuaban aullando, y sus alaridos eran repetidos por los ecos del Blutfeld.

¡Yo! dijo el almadreñero, cuyo rostro colorado y lleno revelaba cierta ironía triste no exenta de compasión ; si no conociera a usted tan bien como la conozco, Catalina, diría que había usted perdido la cabeza..., usted y Duchêne, Robin y los demás; todo eso me produce el efecto de un cuento de Genoveva de Brabante, de una historia a propósito para niños y que muestra la estupidez de nuestros antepasados.