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No tuvo tiempo mas que para gritar: «¡A las armas!... ¡Estamos cercados!... Me envía Jerónimo...; Labarbe ha muerto... Los alemanes han pasado el Blutfeld.» ¡Era un valiente! murmuró Catalina. , era un valiente contestó Frantz inclinando la cabeza. Quedó todo en silencio, y el trineo siguió avanzando por el valle tortuoso durante un largo espacio de tiempo.

El loco, con el cuervo al hombro, gesticulando y hablando como en sueños, caminaba, caminaba sin cesar, desde el Holderloch al Sonneberg, y desde el Sonneberg al Blutfeld. Mas durante aquella noche el pastor Robin, de la granja de «El Encinar», iba a ser testigo del más raro y emocionante espectáculo.

El Blutfeld, situado entre el Schneeberg y el Grosmann, es una estrecha garganta rodeada de ingentes rocas cortadas a pico. Una corriente de agua se desliza por allí sinuosamente, tanto en invierno como en verano, a la sombra de crecidas malezas, y al fondo se extiende un ancho prado, en el que se ven grandes piedras esparcidas.

De ese desgraciado de Labarbe, que no ha sabido defender el desfiladero del Blutfeld. Bien es cierto que ha muerto cumpliendo con su deber; pero eso no repara el desastre, y si Piorette no llega a tiempo de socorrer a Hullin, todo se habrá perdido; será preciso abandonar el camino y batirnos en retirada. ¡Cómo! ¿El Blutfeld ha sido tomado?

En aquel momento Catalina dejó escapar un grito feroz, que asemejose al graznido de un gavilán. ¡Aplastémosles!... ¡Aplastémosles como en el Blutfeld!

Yégof, con el rostro contraído, a la pálida luz de la Luna, empuñando el cetro, con la amplia barba extendida sobre el pecho y los ojos centelleantes, saludaba a cada fantasma con un gesto y lo llamaba por su nombre, diciendo: ¡Salud, Bled; salud, Roug! ¡Y todos vosotros, valientes, salud!... La hora que aguardáis desde hace siglos se acerca; las águilas afilan sus picos, la tierra tiene sed de sangre. ¡Acordaos del Blutfeld!

Tal es la leyenda conocida respecto del Blutfeld; y ciertamente, cuando se contempla aquel desfiladero, encajonado entre montañas como una enorme cisterna, sin más salida que un estrecho sendero, se comprende que los germanos no debían hallarse allí muy a gusto. Robin llegó al puerto entre las siete y las ocho, a la salida de la Luna.

Estas dos andrajosas criaturas se habían establecido en la caverna de Luitprandt, así llamada, según las antiguas crónicas, porque el rey de los germanos, antes de descender a Alsacia, mandó enterrar bajo aquella bóveda inmensa, de asperón rojizo, a los jefes bárbaros que habían muerto en la batalla de Blutfeld.

El loco marchaba en línea recta, con la cabeza erguida y a grandes pasos; hubiérase dicho que era una fiera que iba a caza de alimento. Hans le precedía, revoloteando de un sitio a otro. Y no tardaron en desaparecer ambos tras el desfiladero del Blutfeld.

Catalina, de pie en el filo de la peña, reía con risa estridente que no tenía fin. Y los demás, aquellos hombres que parecían fantasmas, como animados de una vida nueva, se precipitaron sobre las ruinas del viejo burgo gritando: ¡A muerte! ¡A muerte!... ¡Aplastémosles como en el Blutfeld! Nunca se vio una escena más terrible.