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En las piernas no llevaba más que unas polainas de brocado azul estrechamente ceñidas a las pantorrillas y tobillos; hubiérase dicho que aquella mañana se le había olvidado ponerse los pantalones, pero eran tan señoriles sus modales, que disimulaban por completo la pretendida falta de aquéllos. Aunque de gravedad espartana, era persona fina y hablaba con facilidad el inglés y el francés.

Ella apretaba las piernas. Hubiérase dicho que algo doloroso, delicioso, la penetraba profundamente. De pronto, de una estancia vecina surgió el son ronco y claro de una música. Un son monótono y bárbaro de tamboril y dulzaina; doble son ardiente como las arenas, obscuro como los bazares.

Hubiérase resistido a seguirle, si no le empujaran a ello los parientes con quienes vivía, los cuales no tenían maldita gana de mantenerle el pico. Pronto vio que todo lo que ofrecía Juárez el negro era conversación.

Hubiérase dicho que no era el maestro el que entraba en la clase, sino Fígaro mismo, al cual sólo le faltaba la navaja y el platillo del barbero. Don Josef, en cambio, era un Orestes. Alto, vigoroso, la cara roja como un pimiento, la nariz chica y encorvada, la cabeza mezquina pero bien puesta sobre los hombros.

Hubiérase dicho que se tenía a la vista una de esas alegres aldeas de la Saboya o de mis queridos Pirineos , con sus cabañas de paja o con sus techos rojos de teja, sus ventanas azules y sus paredes adornadas con cortinas de trepadoras, sus patios llenos de árboles frutales, sus callecitas sinuosas, pero aseadas, sus granjas, sus queseras y su gracioso molino.

Teresa Panza, la mujer de Sancho, vociferaba a su vez: ¿Para qué ha cantado vuesa merced tantas aleluyas y gastado tanta tinta, sin sacarnos al fin y al cabo de nuestra pobreza?... ¡Hubiérase metido vuesa merced con los ricos y los orgullosos, y no con los pobres y los humildes, que nada le pedimos ni para nada le llamamos!

Aquella mirada brillante y dulce empapada en llanto, tenía una expresión de reproche, de dulzura, de indecible perspicacia. Hubiérase dicho que estaba menos asombrada de una confesión ya hecha, que espantada de la inútil ansiedad que advertía en .

Había momentos en que el fugitivo modelado de las mejillas, el brillo de los ojos, el indefinible dibujo de la boca daban a la muda efigie movilidades que me causaban miedo. Hubiérase dicho que me escuchaba, me comprendía, y que el implacable y sabio buril que la había aprisionado en un rasgo tan rígido, era lo único que la impedía conmoverse y contestarme.

Catalina había vuelto a tomar su primera actitud; pero sus mejillas, que un momento antes estaban inertes como una máscara de yeso, se estremecían convulsivamente, y su mirada parecía cubrirse con el velo del ensueño. Todos prestaban gran atención; hubiérase dicho que sus vidas pendían de los labios de la anciana.

Que entren ellos... ¿Para qué has de ir ?... Abrióse entonces la puerta para dar paso a una extraña figura que sorprendió a la marquesa e hizo a Diógenes echarse atrás en la almohada, al verla adelantarse hacia él extendiendo los brazos: hubiérase dicho que la muerte en persona, cubierta con la sotana de un jesuita, se presentaba en el aposento.