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Frantz empujó la puerta, y vieron en una gran mesa de cocina, en medio de la sala baja, cuyo techo era de anchas vigas obscuras, rodeado de seis velas de sebo, al joven Colard, tendido cuan largo era, dos hombres sujetándole los brazos, y una cubeta debajo.

Hullin había visto las escalas antes que Materne, y su indignación contra Divès aumentó más aún; pero como en semejantes ocasiones la indignación no sirve para nada, mandó a Lagarmitte que dijera a Frantz Materne, el cual se hallaba apostado al otro lado del Donon, que acudiese a toda prisa con la mitad de los hombres a sus órdenes.

Hullin colocó a Catalina en el trineo sobre un montón de paja, y Luisa se sentó a su lado. ¡Vamos, ya están ustedes aquí! exclamó el doctor ; gracias a Dios. Y Frantz Materne agregó: Si no fuera por usted, señora Lefèvre, crea que ni uno solo abandonaría esta noche el monte; pero por usted no hay nada que decir. No gritaron los demás ; nada tenemos que decir.

Luisa vio al amolador, distante unos treinta pasos, que alzaba los brazos en la obscuridad y caía de bruces a tierra. Frantz volvió a cargar el arma sonriendo de extraño modo. Hullin dijo: Camaradas: aquí tenéis a nuestra madre, la que nos ha dado la pólvora y la que nos ha mantenido para que defendamos la patria; aquí tenéis también a mi hija; ¡salvadlas!

Para abarcar el conjunto de tal escena hay que imaginarse la refriega que tenía lugar en la meseta de las Mineras; los aullidos, los relinchos de los caballos, los gritos de ira, la huída de unos, arrojando las armas para correr más de prisa, el encarnizamiento de otros; más allá del barranco, las escalas, cubiertas de uniformes blancos y erizadas de bayonetas; los montañeses, situados en la rampa, defendiéndose desesperadamente; las vertientes de la ladera, el camino y, sobre todo, la parte baja de los parapetos, cubiertos de muertos y heridos; el tropel de enemigos, con el fusil al hombro, los oficiales en medio de ellos, apresurándose por seguir el movimiento; por último, Materne, de pie en la cima del talud, con la carabina en alto, cogida por el cañón, la boca abierta hasta las orejas, llamando a voz en grito a su hijo Frantz, que llegaba con el pelotón, precedido del señor Juan Claudio, para ayudar a la defensa.

No, no merece la pena; no duraré más de una hora; ya habrá ocasión de que me lleven. Materne, sin responder, hizo una seña a Kasper para que cruzara la carabina a modo de angarilla con la suya, y a Frantz le indicó que colocara encima al leñador, a pesar de sus lamentos, lo cual quedó hecho en un instante, y de este modo llegaron juntos a la casa.

Algunos que descollaban por su estatura pertenecían a una raza de hombres de pelo rojo, de piel blanca, velludos hasta la punta de los dedos y tan fuertes que podrían arrancar de cuajo una encina. Entre éstos se encontraba el viejo Materne del Hengst y sus dos hijos Frantz y Kasper.

Era un mundo nuevo dentro del nuestro, un género de caza desconocido, sorprendente, extraño, que los tres cazadores se entregaron a contemplar poseídos de una curiosidad extraordinaria. Pero, satisfecha ésta, así que pasaron cinco minutos, Kasper y Frantz pusieron las bayonetas al extremo de las carabinas y retrocedieron unos veinte pasos en la espesura.

Si deseáis conocer la historia de la gran invasión de 1814 tal como me la ha referido el anciano cazador Frantz del Hengst, debéis trasladaros a la aldea de Charmes, en los Vosgos.

Frantz volvió a sentarse; el viejo tomó una expresión ingenua y preguntó: Y nuestros amigos los alemanes ¿no se quedan con nada de nadie? La gente pacífica no tiene nada que temer; pero a los granujas que se insurreccionen se les confisca todo; y eso es justo, pues los buenos no deben pagar las culpas de los malos.