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Todos en el país conocían la situación del llamado «rancho de Manos Duras»; pero pocos iban á él, por ser lugar de mala fama. Algunas veces, los que pasaban con cierta inquietud por sus inmediaciones sólo conseguían tranquilizarse al notar su soledad. No ladraban ni salían al camino los perros de hirsuto pelaje, ojos sangrientos y agudos colmillos acompañantes del gaucho.

Cortando luego las corpulentas hayas y los pinos y cedros seculares del Líbano, haciéndolos llevar en hombros de los más robustos varones de las naciones vencidas, como de los refaim, por ejemplo, raza descomedida de gigantes, que casi ladraban en vez de hablar; y trabando entre los leños con arte y maestría, hizo formar Salomón flotantes castillos que resistiesen el ímpetu de los huracanes y el furor de las olas.

Las nueve. Oíase el chirrido de un carro rodando por un camino lejano. Ladraban los perros, transmitiendo su fiebre de aullidos de corral en corral, y el rac-rac de las ranas en la vecina acequia interrumpíase con los chapuzones de los sapos y las ratas que saltaban de las orillas por entre las cañas. Sènto contaba las horas que iban sonando en el Miguelete.

Los perros ladraban al verle de lejos, como si se aproximase la muerte; los niños le miraban enfurruñados; los hombres se escondían para evitar penosas excusas y las mujeres salían á la puerta de la barraca con la vista en el suelo y la mentira á punto para rogar á don Salvador que tuviese paciencia, contestando con lágrimas á sus bufidos y amenazas.

El toque de alborada, risueño y bullicioso, estremecía de júbilo la silenciosa aldea; las gallinas batían las alas despertándose, ladraban los perros, los puercos gruñían en su pocilga, las vacas sacudían la cadena que las sujetaba en el establo, dentro de las casas oíase rumor de pasos y conversaciones.

Fué en ese momento cuando Old, que iba adelante, vió tras el alambrado de la chacra a míster Jones, vestido de blanco, que caminaba hacia ellos. El cachorro, con súbito recuerdo, volvió la cabeza y confrontó. ¡La Muerte, la Muerte! aulló. Los otros la habían visto también, y ladraban erizados.

En el fondo, sobre las obscuras montañas, coloreábanse las nubes con resplandor de lejano incendio; por la parte del mar temblaban en el infinito las primeras estrellas; ladraban los perros tristemente; con el canto monótono de ranas y grillos confundíase el chirrido de carros invisibles alejándose por todos los caminos de la inmensa llanura.

Muy pronto la servidumbre me conoció: los dos perros no ladraban cuando llegaba al patio: la pequeña Clemencia, y Juan se habituaron a verme y no fueron por cierto los últimos en experimentar el grato efecto del regreso y la inevitable relación de los hechos que se repiten.

Los pastorcillos debieron tener miedo al sentir aquel ruido, porque al llegar a un pequeño claro que forman los árboles en la falda del monte, encontramos una pequeña manada de corderos y cabras sin pastor y bajo la única vigilancia de dos grandes perros negros, que, al vernos, ladraban con fuerza. Algo más lejos, observamos las cenizas humeantes de una hoguera entre dos grandes piedras.

Ojeda se vio asaltado por unos hombres cobrizos y pequeños, de cara ancha y corta, mostachos de brocha, ojos ardientes con manchas de tabaco en las córneas. Tenían el aspecto de perros de presa chatos y bigotudos; pero buenos perros, humildes, que agarrados a él ladraban con suavidad: «Señor, compra la mía colcha bonita para la tuya madama». «Señor, una echarpa: todo barato