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Don Silvestre se hubiera largado muy serio sin decir una palabra más; pero su amigo, agarrándole por las haldillas del chaquetón, le rogó que le escuchara. «Has hablado, Silvestre, como un libro; y guárdeme Dios de refutar lo más mínimo de tu discurso. Pero sabe que yo también reniego de la corte, y que la aborrezco con todos mis sentidos.

Pero si no lo conozco... ¡Ay, madre Larín!... ¿Quisiera usted escribirle una cartita... deux mots, recomendándome?... Dígale usted cuáles son mis deseos, lo que yo quiero a mis hijos, la sencillez con que procedo siempre... Así me escuchará con benevolencia... Usted me conoce bien, madre Larín... ¡Soy tan desgraciada!... ¡Se tiene de un concepto tan falso!...

Lázaro tenía el genio de la elocuencia. El lo conocía: estaba seguro de ello. Cada día que pasaba sin que un gran auditorio le escuchara, le parecía que se perdían en el vacío y en el silencio de un desierto aquellas voces admirables que sentía dentro de . No había tiempo que perder. Dijo á su abuelo que se iba á Madrid.

Las advertencias de Jacobo no fueron recibidas como debieran... Marcos le intimó que no debía meterse en lo que no le importaba... Paco lo mandó sencillamente a paseo... Y Curra, esa admirable y bondadosa Curra, aunque escuchara sus palabras con gracia y simpatía, conocedora de sus admoniciones a su marido y su amigo, insinuoles que Jacobo hablaba de despecho. ¡

Vamos, vamos, maese Marner dijo el tabernero, poniéndose de pie entonces con aire resuelto y tomando a Marner por un hombro ; si tenéis que hacer alguna denuncia, hacedla de un modo razonable y demostrad que estáis en vuestro buen sentido; de otro modo nadie os escuchará. Estáis empapado como una rata ahogada. Sentaos, secad vuestra ropa y hablad con franqueza.

Tales ecos extraños y retardados del antiguo culto del demonio podrían ser notados todavía en nuestros días por quien escuchara hablar a los campesinos de cabellos blancos; porque el espíritu inculto asocia difícilmente la idea de poder con la bondad.

Hasta la voz de Adriana se modulaba en su memoria con una inflexión distinta: aquella voz que más de una vez escuchara desatendiendo adrede el sentido de lo que ella hablaba, para sólo percibir el secreto de la idea en el rumor musical de las palabras. ¿Y Laura? Era fácil imaginar la consternación de su alma exquisitamente susceptible.

Se hubiera oído volar una mosca; los lobos, al andar, no hacían ruido alguno, y el cuervo iba a posarse en la copa de una encina seca, situada sobre una de las rocas opuestas; su brillante plumaje parecía de color azul, y de vez en cuando volvía la cabeza como si escuchara. Aquello era extraordinario. Robin pensó: El loco no ve nada ni oye nada; y van a devorarle.

Y Lita contó a su modesto amigo todo lo que había pasado desde la noche anterior: la aparición del hada madrina, su oferta y promesa, cómo había puesto ella manos a la obra... Ahora tienes que decirme terminó, ¿cuántos días faltan para los treinta días? Ramón, que la escuchara pensativo, rió como un loco a esta pregunta, respondiendo: Para los treinta días faltan... ¡treinta días!

Aparte la gritería de los muchachos, el batallón subió toda la calle sin que se escuchara a su paso murmullo de simpatía ni rumor de cariño: sin un viva. Sólo un hombre desharrapado dijo, mirando lo tristes que iban los soldados: Van al Norte... ¡Pobrecitos! Y una criada de servir fresca y guapetona, contemplándolos como si fueran pedazos de su alma, añadió: ¡Dios os buena muerte!