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Catalina, Luisa, el doctor Lorquin, todo el mundo se apresuró a salir de la casa, gritando, felicitándose mutuamente, para ver las huellas de las balas y los taludes ennegrecidos por la pólvora; por otra parte, José Larnette, con la cabeza maltrecha, se hallaba tendido en un hoyo; Baumgarten, con un brazo colgando, se dirigió a la ambulancia muy pálido, y Daniel Spitz, a pesar del balazo recibido, quería seguir luchando; pero el doctor no hizo caso de aquellos deseos y le obligó a marchar a casa.

Jerónimo, en pie detrás de Catalina, con las manos cruzadas sobre un garrote, casi tocaba el carcomido techo con su gorro de piel de nutria. Todos estaban tristes y desanimados. Hexe-Baizel, que levantaba de vez en cuando la tapadera de una olla, y el doctor Lorquin, que rascaba la cal de la pared con la punta de su sable, eran los únicos que conservaban su aspecto habitual.

Todos los heridos que durante el combate se habían sentido con fuerzas para llegar a la ambulancia se encontraban allí. El doctor Lorquin y su colega Despois, que llegó en el transcurso de la acción, tuvieron que trabajar de firme, y no hay que creer que la tarea se había acabado.

Unicamente Materne permanecía de pie, según su costumbre, apoyado en la pared, detrás de la silla de Lorquin, con el cañón de la carabina en las manos y descansando la culata en el suelo. De la cocina llegaba el ruido de las conversaciones. Cuando Catalina, llamada por Juan Claudio, entró en la sala oyó una especie de lamento que la estremeció; era Hullin que hablaba.

Estaban sentados alrededor de una mesa, alumbrada por una lámpara de metal, el doctor Lorquin, a cuyo lado olfateaba su enorme perro Plutón; Jerónimo, en el ángulo de una ventana, a la derecha; Hullin, intensamente pálido, a la izquierda; Marcos Divès, con el codo apoyado en la mesa y la mano en la mejilla, se hallaba de espaldas a la puerta, destacándose sólo su obscura silueta y una de las puntas de su bigote.

Su rostro, de color amarillo viejo, presentaba reflejos extraños a la luz de las llamas. El doctor Lorquin, después de contemplarlo, dijo: Es un hermoso ejemplar de la raza tártara; si yo tuviese tiempo, lo cubriría con una capa de cal para tener un esqueleto de esta especie.

El doctor Lorquin, ante un apetito tan voraz, se frotaba las manos muy satisfecho y murmuraba entre dientes: ¡Qué salud!, ¡qué estómago!, ¡qué diente!; ¡podría partir piedras como si fuesen avellanas!

¿No sería posible conservarlo, señor Lorquin, para dar de comer a mis hijos? ¡Es lo único que tengo! No; el hueso está triturado y no se puede reducir. Encienda usted la pipa, Despois. Ten, Nicolás, fuma, fuma. El desgraciado comenzó a fumar sin ninguna gana. ¿Estamos? preguntó el doctor. respondió Nicolás con voz ahogada. Bien. ¡Cuidado, Despois! ¡Lave usted!

¡Oh, miserables! gritó al caer, mientras que, con ambas manos, se sostenía de las riendas. También el doctor Lorquin acababa de ser derribado contra el trineo. Frantz y sus compañeros, acosados por veinte cosacos, no podían acudir a su socorro. Luisa sintió una mano posarse sobre su hombro; era la mano del loco, que trataba de asir a la joven desde lo alto de su gigantesco caballo.

Debe haber alguna persona del país, bastante cobarde y bastante miserable, para guiar al enemigo a nuestras espaldas y para entregarnos a él atados de pies y manos. ¡Oh, el bandido! exclamó Lorquin con voz colérica ; yo no soy malo, pero si el tal se pone a mi alcance, he de dejarle seco... ¡Arre, Bruno, arre!