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Al mismo tiempo requerían los cuchillos de monte, se pasaban los morrales, con un movimiento de hombros, a la cintura y se convencían de que todo se hallaba en orden, mientras dirigían a su alrededor miradas de triunfo. ¡Eh, cuidado! les dijo riendo el doctor Lorquin ; no olviden el consejo del señor Juan Claudio: ¡prudencia!

David Schlosser, de Walsh, que había sujetado al herido, le soltó. Lorquin envolvió el muñón en unos trapos blancos, y Nicolás, sin ayuda de nadie, fue a acostarse de nuevo al jergón. ¡Otro que está despachado! Limpie usted bien la mesa, Despois, y pasemos a otro dijo el doctor mientras se lavaba las manos en una jofaina.

Entonces el muchacho se volvió y prorrumpió en un grito de entusiasmo: ¡Hullin! ¡El doctor Lorquin! ¡Materne! ¡Todos, todos, aquí están todos! Y comenzaron de nuevo los abrazos; pero ahora más alegres, con risotadas y apretones de manos que no acababan nunca. ¡Ah, doctor, es usted! ¡Ah, querido papá Juan Claudio!

Iban caminando así hacía un cuarto de hora, en silencio, cuando Catalina, después de haber puesto muchas veces freno a su lengua, no pudiendo contenerse más, exclamó: Doctor Lorquin: puesto que nos tiene usted aquí, en el fondo del Blanru, y que puede usted hacer de nosotros lo que quiera, ¿quiere explicarme por qué se nos conduce por fuerza?

Sólo el doctor Lorquin permaneció con las mujeres; y así que Gaspar, continuando su camino, hubo desaparecido, el doctor exclamó: Catalina Lefèvre, usted puede enorgullecerse de tener por hijo un hombre de corazón. ¡Quiera Dios que tenga suerte! Se oían las voces lejanas de los que llegaban, que reían y marchaban a la guerra como si fuesen de fiesta.

Hullin, el doctor Lorquin y Luisa se habían marchado con los del Sarre. Catalina Lefèvre dirigía en persona la operación de cargar la galera, tirada por cuatro caballos, de pan, carne y aguardiente. Todo era ir y venir, correr y ayudar a hacer los preparativos. Robin no pudo contar a nadie lo que había presenciado.

El doctor Lorquin se había atado un pañuelo a la altura de los riñones y lo apretaba cada vez más, pretendiendo de este modo aliviar su estómago. Se hallaba sentado de espaldas a la torre, con los ojos cerrados, y de hora en hora los abría, diciendo: Estamos en el primero..., en el segundo..., en el tercer período. Un día más, y todo habrá concluido.

Diez minutos después llegaba el trineo a la linde de estos bosques, y el doctor Lorquin, volviéndose sobre la silla del caballo, preguntó: ¿Qué hacemos ahora, Frantz? Este es el sendero que se dirige a las colinas de San Quirino, y este otro el que baja al Blanru. ¿Cuál tomamos? Frantz y los hombres de la escolta se aproximaron.

Hacia las tres de la tarde, los caminantes oyeron las primeras voces de los centinelas de la partida: ¿Quién vive? ¡Francia! respondió Materne adelantándose. Todos salieron al encuentro de los recién llegados, gritando: «¡Viva MaterneEl mismo Hullin, lleno de tanta curiosidad como los demás, no pudo contenerse y acudió, acompañado del doctor Lorquin.

Hullin, Jerónimo, el anciano Materne y el doctor Lorquin se habían sentado alrededor de la labradora para morir juntos. Todos permanecían silenciosos, y los últimos rayos del crepúsculo iluminaban el grupo sombrío. A la derecha, detrás de una prominencia de la peña, se veían brillar, en el fondo del abismo, algunas hogueras de los alemanes.