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Pero transcurrieron dos semanas sin que apareciesen indicios de testamento, un simple papel que revelase la voluntad de la muerta. La señora, segura de su salud, creyendo disfrutarla hasta una edad avanzada, no había pensado en la suerte de su protegido, reservando para más adelante su testamento, con el temor supersticioso de atraerse la muerte si se preparaba para ella.

Ni el más leve gesto, ni una luz en sus ojos que revelase el despertar del maligno recuerdo. Su única preocupación era que el capitán recobrase pronto la salud... Reanimado por la presencia y las palabras de este compañero prudente, Ulises recuperó sus fuerzas, y pocos días después abandonó el cuarto donde había creído morir, dirigiéndose á Barcelona.

Hasta había efectuado un registro minucioso en el cuarto de la niña, presintiendo cartitas escondidas, algo que revelase la certeza del noviazgo. Nada había encontrado; pero le daba el corazón que algo existía. Tal vez lo guardaba oculto la aña Nicanora, complaciente siempre con la señorita.

En la fertilidad y verdura de los campos, en las umbrías solitarias, durante las horas meridianas, cuando vierte el sol a torrentes sus rayos esplendorosos, en el augusto silencio de la noche, en la amplitud del cielo lleno de estrellas, en el movimiento y en la vida de los seres, en la yerbecilla que pisaban sus pies, en la flor silvestre que deshojaban sus dedos y en el astro remoto que sus ojos apenas distinguían, en lo más cercano y en lo más distante, Fray Miguel buscó la clave del misterio, quiso hallar la cifra de un nombre incomunicable, pugnó porque se le apareciese y se le revelase lo sobrenatural y lo sobrehumano.

Adelantaban poco a poco, y ya salían de las estrecheces a senda más desahogada, abierta entre pinos nuevos y montes poblados de aliaga, sin haber tropezado con una sola heredad labradía, un plantío de coles que revelase la vida humana.

Andaban por allí cerca las rubias de la opereta, las cocotas viajeras, un sinnúmero de temibles peligros; y sin una palabra que revelase su inquietud, cada una se aproximaba a su marido, se colgaba de su brazo, intervenía en la conversación, lo paseaba por toda la cubierta, y únicamente se decidía a soltarlo en la entrada del fumadero, con la promesa de que volvía al poker o a tomar una copa.

Por esto se limitaba a escucharle, cuidando de que en sus conversaciones no se deslizara una palabra que revelase su pasado. Sería el primero en pedir su expulsión de la catedral, y él deseaba vivir en ella desconocido y en silencio. Al encontrarse por las mañanas en el claustro los dos hombres, se abordaban con la misma pregunta: ¿Cómo va esa salud? Gabriel se mostraba optimista.

En ella , porque sabía que su Luz vivía, porque la había estado amando durante tantos años; pero en su Luz, a quien se le revelase de repente que tenía madre en Madrid, ¿qué cariño súbito, qué ternura podía esperar? Esto, al menos, pensaba la señora Condesa. Y sobre todo, por lo mismo que amaba a su hija, tenía vergüenza, le causaba sonrojo la idea sólo de presentarse a ella.

Los sacerdotes egipcios prestáronse á ejecutar las órdenes de Gaumata con tanto más gusto cuanto que me temían y porque no revelase al pueblo sus imposturas. ¡Valiéronse para sus fines de las pasiones de un joven sacerdote de Abydos que pasaba por santo!... Silencio angustioso siguió á estas palabras.

La que había escrito aquellas líneas tan mesuradas, tan finamente irónicas, parecía bien determinada a persistir en su resolución; ni un arrebato que revelase cólera de celos, ni reproches exigiendo explicaciones, ni emplazamientos de ninguna clase. Evidentemente no le despedía con la secreta esperanza de atraerlo. Estaba sorprendido, y no comprendía aquel carácter de mujer.