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Rodeada de islas menores, tiene cerca a Jersey; y agarrada a Brooklyn con la uña enorme del puente, Brooklyn, que tiene sobre el palpitante pecho de acero un ramillete de campanarios. Se cree oír la voz de Nueva York, el eco de un vasto soliloquio de cifras. ¡Cuán distinta de la voz de París, cuando uno cree escucharla, al acercarse, halagadora como una canción de amor, de poesía y de juventud!

Todos los recién nacidos se parecen entre mucho más que a sus autores; pero eres tan romántica... ¿Yo? ¡Pardiez! Eres injusto, amigo mío; yo no podía esperar indefinidamente un regreso siempre diferido cuando el médico juzgaba a nuestro hijo enfermo y mandaba el aire del mar. Hay otras playas que no son Jersey, me parece. ¿Por qué no has ido a Brighton?

Allí estaba, en efecto, la semana pasada; pero he hecho un rodeo para visitar esa famosa isla de Jersey que los ingleses consideran como la octava maravilla del mundo por la única razón de que tiene el honor de ser inglesa, y también para comprobar el efecto de mi receta, pues sabe usted, señora de Raynal, que pretendo ser su médico de cabecera.

He leído en Los trabajadores del mar, que cuando un buque de vapor surcó por primera vez las ondas del Canal de la Mancha, los campesinos de Jérsey lo anatematizaban en nombre de una tradición popular que consideraba elementos irreconciliables y destinados fatídicamente a la discordia, el agua y el fuego. El criterio común abunda en la creencia de enemistades parecidas.

Volvió a leer el texto del telegrama, fechado en Jersey... ¡Jersey! Liette creyó estar viéndole desembarcar del vapor en el puerto de Granville... ¡Dejaba entonces una mujer y un hijo en la otra orilla! Y como una espesa niebla que se disipa de repente ante las brillantes flechas del astro del día, una luz cruda, brutal y deslumbradora cegó sus pobres ojos que ella tapaba en vano para no ver...

Su falda apenas pasaba de la rodilla, dejando al descubierto unas medias bien repletas de carne transparentada por el fino tejido. Sobre su jersey de seda color salmón ostentaba un collar de enormes cuentas de falso ámbar. El pelo, cortado en forma de melena de paje, se ahuecaba bajo una graciosa boina de terciopelo.

Allí llegaban y eran cordialmente recibidos no solo los sudamericanos que deseaban un consejero honrado para orientarse en los caminos de la vida americana, sino todos los cubanos interesados en la política de su país. Allí conoció a Estrada Palma, que a la sazón ganaba su vida manteniendo un pensionado de enseñanza en el estado de Nueva Jersey, y a muchos otros después actuaron en la revolución.

No era necesario recordárselo; demasiado pensaba en ello Julieta. El pensamiento de la criatura se mezclaba involuntariamente al del Creador en sus acciones de gracias. Así fue que el día en que vieron desembarcar al conde entre los pasajeros que venían de Jersey experimentaron más alegría que sorpresa, hasta tal punto le tenían presente en la memoria.

Ya nos has dejado a mamá y a ir solas a Jersey... Y te lo has perdido... ¿Por qué? Porque hubieras encontrado a una antigua amiga, que tenía el privilegio de excitar tu elocuencia a falta de tu admiración... miss Dodson, y miss Dodson sin anteojos. Aunque preveía la alusión, la frente del joven se obscureció con una sombra.