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Y aunque yo me hubiera dado cuenta de su amor, ¿habría podido hacerla feliz? ¡Sólo a ella podía confiar mi pasión por la otra!... Alejandra trató de curarme llamándome al deber de servir la causa: quise escucharla, pero en vano. La idea de reconquistar el amor que antes desdeñara, embargaba y dirigía mi vida entera.

Cuando Aldea la tenía en público cerca de , hacía marcados, aunque discretos, esfuerzos porque le vieran enamorado de ella; pero cuando aparte y juntos podía hablarla sin testigos, callaba, o daba a la conversación los giros rebuscados de una tranquilidad afectada, huyendo cobardemente toda explicación. ¿Era esto el miedo natural de quien, deseando una dicha, vacila en pedirla temiendo escucharla negada o era un modo de implorar piedad?

Joaquinita se extendió bastante a relatarme los pormenores de la pasión del comandante. Aunque envuelto en frases muy lisonjeras para éste, pude adivinar cierto rencor en su relato, y alguna fruición al compadecerse de su malandanza. Nos interrumpió la voz de una señorita pequeña, chatilla, regordeta, que colocada frente al piano cantaba el rondó final de Lucía. No hubo más remedio que escucharla.

Cuando soñaba con huir en su compañía al fondo de un retiro dulce y ameno, siempre era bajo el supuesto de seguir confesándose con él y subir al cielo juntos. Si la carne hablaba dentro de su ser, o no la escuchaba, o fingía no escucharla, engañándose a propia. Al llegar a la mansión del sacerdote, ordenó a su doncella que la aguardase en el portal: no tardaría en bajar. Llamó toda temblorosa.

Las noches en que había música en la plaza de Mina, salía con su amante á escucharla. Por las tardes también quería éste sacarla á paseo, pero rara vez aceptaba. Los quehaceres la retenían. Deseaba aquél tomar una criada para aliviarlos; pero ella se opuso siempre con tenaz resolución.

De tal diversidad de cuerpo y espíritu nacía el acuerdo que entre ellas existía. Ángela mandaba sobre Lucía, pero a condición de escucharla, lo cual no le costaba trabajo; ejercía sobre ella un cierto protectorado maternal.

Encamínase á casa de Galatea y alaba al joven, diciendo que es el más bello, rico y noble de toda la ciudad; al principio no quiere escucharla Galatea, pero la vieja persiste en su propósito, é intenta persuadirla que se case con Pamphilo sin conocimiento de sus padres.

La cría hasta los criminales la respetan, cuanto que más los hombres». ¿Yo qué le iba á decir entonces? Entonces le dije: «Goro, tienes razón...» Trazas llevaba la buena mujer de no terminar en toda la mañana su alegato, pero advirtió que Demetria no parecía escucharla: sollozaba cada vez con más desesperación.

Te he mentido siempre; he escapado á todas tus averiguaciones en nuestra época feliz. Quería guardar en secreto mi vida anterior... ¡olvidarla! Ahora debo decir la verdad, la definitiva verdad, como si fuese á morir. Cuando la conozcas serás menos cruel. Pero su oyente no quería escucharla.

Lo que no remediará nada, porque dices no desde que te conozco y desde que conozco a Julia quiere ser tu mujer. Al oír esta última frase hizo un movimiento y un gesto de verdadero terror; después lanzó una carcajada que hubiera dejado muerta a Julia si hubiese podido escucharla.