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Era probable: después de su heroica tentativa de salvarle, Alejandra Natzichet debía haber visto a Zakunine corresponder al amor que ella le tenía. Los diarios, en un tiempo llenos de noticias relativas a la acusación que amenazaba a ambos, no hablaban más de ellos: otras historias de otras pasiones ocupaban el lugar concedido antes al drama de Ouchy.

¡Tanto mejor! contestó Ferpierre ¡y puede usted estar cierto de que también yo las buscaré, de que las busco!... Y antes de dejarse persuadir por la fuerza de aquella fe, despidió a Vérod y dio orden de que hicieran entrar a la joven desconocida. ¿Su nombre? le preguntó. Alejandra Paskovina Natzichet. ¿Nacida en?... Cracovia. ¿Cuántos años? Veintidós. ¿Qué profesión? Estudiante de medicina.

Pero lo que temía era que hubiera resuelto huir; no creía que tuviera la decisión de morir: ¡aun no la conocía!... Pasé una noche tremenda. Ella también la pasó en vela. Cien veces, mil, quise ir a buscarla, pero su puerta me estaba vedada. Por la mañana vino Alejandra a buscarme, a llamarme, con la intuición de una catástrofe. La prometí partir, pero antes quise ver por última vez a Florencia.

Lupercio Leonardo, el mayor de los dos hermanos Argensolas, justamente famosos en las letras, nació en Barbastro en el año de 1565, y á los veinte de su edad, esto es, en 1585, vió representar tres tragedias suyas en los teatros de Zaragoza y Madrid , tituladas La Isabela, La Alejandra y La Filis.

Hasta la hora y la luz eran poco naturales: el amarillento crepúsculo alumbraba de manera extraña la habitación, las cosas, el rostro escuálido del Príncipe. Confiaba mi tormento a Alejandra, ¡y Alejandra me amaba, sin que yo lo notara siquiera!

Alejandra colocaba el arma junto al cadáver, estudiaba la manera de ponerla, le extrajo una cápsula. Se habrá matado, como lo había anunciado: todos lo creerán... Ya se acercaban las voces, los rumores de pasos: Óyeme.

Yo profesaba a Alejandra un afecto fraternal: la soledad en que se encontraba sumida, su entereza, que la hacía capaz de soportar y vencer las dificultades de la vida, me inclinaron a protegerla, a sostenerla como a una hermana, como a una hija; ¡pero ella me quiso con un afecto más ardiente!

Y aunque yo me hubiera dado cuenta de su amor, ¿habría podido hacerla feliz? ¡Sólo a ella podía confiar mi pasión por la otra!... Alejandra trató de curarme llamándome al deber de servir la causa: quise escucharla, pero en vano. La idea de reconquistar el amor que antes desdeñara, embargaba y dirigía mi vida entera.

Todavía me callé durante algún tiempo, porque dentro de , en la prolongada noche de mi mente, el alba de un nuevo día aparecía ya. Alejandra creía velar sobre porque estábamos juntos, porque me hablaba. Yo no la veía, no la oía: una alma, muda e invisible, gobernaba ya mi vida... Se interrumpió un momento, alzando los ojos al firmamento.

Y, sin comprenderlas, confirmé las declaraciones de Alejandra; y cuando ella se acusó, cuando por fin la comprendí, cuando vi que se perdía por amor a , entonces, naturalmente, acepté el sacrificio... Ambos fuimos dejados en libertad, y entonces, en el momento en que me vi libre, en que la mentira triunfaba, me propuse decir la verdad.