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Sin duda tuvo entonces un geniecito encantador y alegre; esto se lo decía un retrato suyo en que aparecía una chiquilla regordeta, graciosísima, que inclinando la cabeza con malicia, adelantaba un piececito y escondía las manos tras la espalda. Había también una primera luz de amor en su infancia indecisa: Roberto, muchacho paliducho que jugara con ella y que por juego fue su amante infantil.

¡Hola! dijo ella con una sonrisa repugnante ; ¡hola! ¡, tan fuerte, y tiemblas! Tiemblo... tiemblo... Si crees que es posible sentir tu garra sobre mi piel, te equivocas. Pero, si en lugar de ese cuero negro y curtido se tratase de una mano blanca y regordeta, ya verías entonces si Kernok... Y balbuceaba, bajando involuntariamente la vista ante la mirada fija e insistente de la bruja.

La fraulein, de un rubio pajizo, regordeta, blanca y apretada de carnes, sonreía con ingenuidad, manteniéndose a distancia de la reja, a través de cuyos hierros manoteaban las fieras. Pero no por esto se decidía a huir, prefiriendo a los paseos superiores, abiertos al aire y la luz, la permanencia en este pasillo medio obscuro, donde recibía el homenaje tembloroso y exacerbado del deseo viril.

Marenval y Tragomer no oyeron más; estaban en un gabinete severamente amueblado de reps verde, donde sentada detrás de una mesa de despacho, una mujer regordeta y demasiado rubia acababa de firmar una contrata con una guapa muchacha muy pintada y que olía fuertemente á almizcle. La señora de Campistrón dijo á los visitantes indicándoles un sofá: Siéntense, señores; soy con ustedes.

Mientras la joven saboreaba aquellos manjares tributando un elogio a la cocinera a cada bocado, doña Águeda, satisfecha en lo más profundo de su vanidad, pasaba la mano pequeña y regordeta con dedos como chorizos llenos de sortijas, por el cabello ondeado entre rubio y castaño de la sobrinita de sus pecados, como ella decía. El artista y su obra se dedicaban mutuas sonrisas entre plato y plato.

Joaquinita se extendió bastante a relatarme los pormenores de la pasión del comandante. Aunque envuelto en frases muy lisonjeras para éste, pude adivinar cierto rencor en su relato, y alguna fruición al compadecerse de su malandanza. Nos interrumpió la voz de una señorita pequeña, chatilla, regordeta, que colocada frente al piano cantaba el rondó final de Lucía. No hubo más remedio que escucharla.

La historia sagrada estaba a cargo de una morena regordeta, de facciones finas, de expresión dulce, tímida y nerviosa. Apretaba con el cuerpo del vestido tempranos frutos naturales, como si fueran una vergüenza; y más que en su oración pensaba en que los muchachos que miraban desde abajo, podían verla las pantorrillas, que tapaba mal la falda, a pesar de los esfuerzos de la castidad instintiva.

Hay que observar que las que siguieron eran cada vez más expresivas, por no decir picantes, y que entre una y otra el beneficiado de la catedral dirigía por debajo de sus negras y largas pestañas miradas provocativas a la joven regordeta que había cantado el rondó de Lucía. Después supe que era su maestro de música. Aplaudimos esta vez más sinceramente. ¡Olé el presbítero! gritó D. Acisclo.

¡Cállese usted, madre! dijeron ambas mozas. ¡Oh, son muchos los que piensan como yo! insistió la vieja. Reclinado en cómodo sillón, de brazos, me reía al oírlas. Lo que es yo declaró la menor de las hijas, una rubia regordeta y sonriente, aborrezco a Miguel el Negro. ¡A déme usted un Elsberg rojo, madre! Del Rey dicen que es tan rojo como... como...

Otra, Matilde la Serrana: era morena y regordeta, y tenía el tipo común de las sevillanas. La tercera se llamaba lisamente Lola, una mujer obesa, con seno monstruoso, que inspiraba repugnancia, y manos amorcilladas, cubiertas de sortijas de poco valor. Las tres vestían el traje de percal y el pañolón de Manila, común a las jóvenes del pueblo, y ostentaban flores en los cabellos.