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Blanca, encantada, palmoteaba y no conocía a la señorita; la condesa misma estaba conquistada por aquel aumento de juventud y de gracia. La de Raynal tomaba una gran parte en el triunfo de su hija y se sentía halagada en su vanidad maternal, sin el menor pensamiento de alarma.

Después de unos cuantos cumplimientos triviales, a los que ella respondió con extremada reserva, se quedó cortado golpeando con expresión indecisa la tabla del ventanillo y como molesto por aquella límpida mirada que formulaba claramente esta pregunta: No es a la señorita Raynal a quien debe estar dedicada esta visita; ¿qué quiere usted, pues?

Vamos pensó, la novela ha concluido y comienza el idilio. Aproximábase el fin de la señora de Raynal, y esta vez nada podía ya retardarle. Después de unas cuantas semanas de respiro y de esperanza, último resplandor de la lámpara próxima a extinguirse, la enfermedad, contenida un instante, llegaba ahora a marchas dobles. Consultas, remedios, cuidados y oraciones, todo fue inútil.

Y poniendo en este homenaje un respeto profundo que corregía su tono atrevido, la joven se inclinó delante de Liette conquistada y encantada. Puesto que está hecho el conocimiento por este lado, permítame usted que le presente a mi vez el capitán Raynal, señora baronesa dijo la empleada dirigiendo una amable sonrisa a la linda niña.

La de Raynal, refractaria a un corto viaje a Amiens, se dejó seducir por la perspectiva de una expedición elegante, rodeada de un lujo y de unas comodidades que halagaban su orgullo de niña mimada, y el joven agregado de embajada obtuvo un éxito de buen agüero para su carrera diplomática. El carruaje dejó las calles tortuosas de Granville y tomó el camino de Saint-Pair.

Al despedirse del conde, el notario Hardoin le dijo con bondad: Si tiene usted curiosidad de conocer la verdad sobre el capitán Raynal, señor conde, tómese el trabajo de ir el domingo a mi despacho; necesito justamente un testigo para un acta de adopción.

Carlos cerró los ojos para huir de la visión tentadora. No respondió con energía, no quiero la dicha a ese precio... Y yo no quiero llamarme la señora de Candore, sino la señora de Raynal... La puerta de la izquierda se había abierto a su vez, y Eva se adelantaba valientemente hacia el joven admirado.

No quiera Dios, mi querido amigo protestó vivamente Raúl, que sentía ya su torpeza; creo que es un oficial de mérito, del que no tengo nada que decir... Pero no es sólo... Creía haber encontrado con frecuencia a la señorita Raynal en casa de su madre de usted, señor conde dijo tranquilamente el notario.

Así fue que para evitar el ser expulsados como bocas inútiles, nos ofrecimos a hacer fuego para cooperar a la defensa. Y aquí tiene usted cómo he servido a las órdenes del capitán Raynal y merecido ser comparada con la tía Liette, lo que me halaga mucho, hoy sobre todo. ¡Y si hubieras visto qué valentía y qué buen humor, tía Liette!

Pero apenas el conde, muy entusiasmado, hubo dicho unas cuantas galanterías triviales, la joven le disparó a quemarropa y en voz tan clara que todo el mundo lo oyó: A propósito, el capitán Raynal no ha recibido invitación, ¿sabe usted? Desconcertado por aquel ataque imprevisto, el conde balbució algunas palabras vagas.