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Ni lo uno ni lo otro, tía Liette respondió Carlos en un relámpago de orgullo. Liette no insistió, y después de rozar su mejilla con un beso maternal, se retiró sin decir una palabra. Pero la bujía temblaba en su mano y las gotas de cera caían a su paso, pesadas y cálidas como lágrimas.

Pongamos que estoy demasiado bronceado para ella, y no hablemos más del asunto. Pues no eres poco difícil... ¿No hay nada más? preguntó la tía Liette muy divertida. Como pasos oficiales, no hay más, y ya es bastante... Pero he recibido otras dos visitas, la una muy simpática... y la otra un poco menos. ¿Cuáles? Eso, joven, es el secreto profesional. Busca y encontrarás. ¿Quién puede quererte bien?

Aquellas facciones infantiles bajo su corona blanca expresaron tal desolación y tal angustia, que Liette olvidó su propio sufrimiento, y cuando la moribunda, con las manos juntas como un niño que pide perdón, balbució tímidamente: ¡Oh! dime, ¿es el consentimiento de la condesa? Liette respondió: . Una hora después la de Raynel moría con la sonrisa en los labios, murmurando: ¡Condesa de Candore!

Pero eso no es una necesidad, mamá dijo Liette dejando la pluma con resignación; eres absolutamente libre... Sin duda, hija mía, sin duda; pero no querría perjudicarte en tu situación y prefiero dominar mi legítimo orgullo. Te aseguro... Tu felicidad ante todo, hija mía; por verte dichosa me resignaría a rascar la tierra con las uñas.

Una graciosa sonrisa bajo la sombrilla rosa; un saludo militar bajo la sombrilla blanca, y el carruaje desaparece en una nube de polvo. Carlos vuelve al saloncillo, y le parece obscuro, vacío y frío. Y, sin embargo, la tía Liette sigue allí, en su butaca.

Consoló a su mujer desesperada y casi loca, sonrió a su hija, que ocultaba silenciosamente las lágrimas y, murmurando una vez más, como cuando era pequeña, «¡Valor Liette!,» expiró. ¡Liette iba a tener necesidad de valor! Por fortuna, era valiente y, sin debilidad ni indecisión, hizo frente a la desgracia.

«Perdóneme usted que infrinja su prohibición, Liette le escribió al día siguiente de su separación, pero necesito dar a usted la fe que le falta. Mal me juzga usted si cree que el tiempo puede modificar mis sentimientos y si atribuye la declaración sincera y espontánea de mis labios a un impulso irreflexivo y a una animación pasajera.

Que pide a usted perdón por venir a sorprenderla de este modo; pero esta aturdida de Eva, mi más querida amiga, tenía empeño en serle a usted presentada. Mucho apoyó claramente la aludida; me han dicho muchas veces que me parecía a la tía Liette, e ignoraba si esto era un cumplimiento... Veo que lo es.

Liette se sentía aquella tarde cansada, triste y oprimida; una angustia indefinible se había apoderado de ella y las primeras sombras del crepúsculo, que ensombrecían la capilla helada aumentaban su malestar inexplicable. Arrodillada en el fondo del santuario vacío, en el que dormitaba la vendedora de cirios, permanecía inmóvil y con el corazón oprimido. ¿Por qué?

Ha redactado usted un acta de adopción, señor Hardoin; no tiene usted más que cambiar una palabra. Yo dejaré a mi hijo mi nombre y mi fortuna. Esta vez fue Liette quien palideció.