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¡Divina..., divina! murmuró el marino, casi en un soliloquio; y devoraba con delectación el rubor de la muchacha y su emoción profunda.... Cuando volvieron de aquel breve paseo, Andrés se había marchado sin esperar a comer; Narcisa tenía un pliegue enigmático en su frente orgullosa, un poco deprimida, y doña Rebeca parecía que había llorado.

Balbucía o ceceaba, y su soliloquio, en que se le escapaban voces articuladas, era de los que indican una gran agitación del alma. Algunas voces tenues y confusas que salían de sus labios, llegaron a mi oído y percibí con toda claridad estas dos palabras: «<i>Tengo miedo</i>».

Pero, prosiguiendo su soliloquio de preguntas, Chemed prosiguió también su camino, sin interrogar al mancebo, que parecía estar furioso, y sin atreverse siquiera a pararse y a bajar de la silla de manos, en medio de gente extraña, cuya lengua no entendía, porque hablaban el ibero, que, como ya queda dicho, era lo que se llama hoy el vascuence.

Cortaron el soliloquio ladridos vehementes: era la jauría del marqués, que salía a recibir al montero mayor, haciendo locas demostraciones de regocijo, zarandeando los rabos mutilados y abriendo de una cuarta las fresquísimas bocas.

De esta suerte se atormentaba D. Fadrique en afanoso soliloquio, en que volvía cien y cien veces á repetirse lo mismo. El que no viniese el P. Jacinto á hablar con él inspiraba al Comendador la mayor inquietud. Varias veces se asomó al balcón de su cuarto, que daba á la calle, á ver si le veía salir de casa de Doña Blanca.

Lo que en su mente era simultáneo no podrá menos de sucederse en el soliloquio, pero lo que él interiormente se hablaba, carecía de conclusión y de principio y se manifestaba todo a la vez. Desesperado de lograr en el mundo la fortuna que buscaba, Fray Miguel a los treinta y cinco años de su edad se había refugiado en el claustro.

Quiero pasar mi tiempo con ambas; pero es menester empezar por hacerme querer de una. Si no fuesen hermanas, si no anduviesen juntas, bien podría yo acometer a la vez las dos conquistas; pero estando como están, conviene ir por su ordenEste soliloquio, hecho y repetido de mil formas, aunque en substancia el mismo siempre, ocupó el pensamiento del Conde por espacio de dos días y dos noches.

Además, era muy bestia, no podía sostener una conversación, y con ella el dúo del amor casi se convertía en triste soliloquio. ¿Enriqueta? Lánguida, esbelta, pálida y ojerosa, parecía sentimental y romántica; pero al comer devoraba, bebía como un tudesco y amaba con estremecimientos de epilepsia: pecar con ella no era rendir grato tributo a la Naturaleza, sino hacer un favor. ¿Flora?

Destas imaginaciones y deste soliloquio le sacó don Quijote, diciéndole: ¿Quién duda, señor don Diego de Miranda, que vuestra merced no me tenga en su opinión por un hombre disparatado y loco? Y no sería mucho que así fuese, porque mis obras no pueden dar testimonio de otra cosa.

Y de pronto se le iluminó la cara con un fugaz resplandor de alegría, mientras aun su corazoncito soliloquió: ¡Ah, pero tengo un hermano!... Tengo a Salvador; lo había casi olvidado.... Di, Salvador, ¿eres hermano mío?... Yo quiero que lo seas..., yo quiero irme contigo, Salvador.... Y se quedó escuchando, como si su amigo fuese a responder, como si fuese a llegar en aquel momento.