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No veo la necesidad interrumpió Blanca que, después de dar precipitadamente el último acorde, había abandonado el instrumento de su suplicio y venía a tomar parte en la conversación. Desgraciadamente, no tienes voz en el capítulo, hermanita. Ni tampoco. Testigo miss Dodson, a la que no podías sufrir. Lo confieso. ¿Y usted, señorita?

No pido otra cosa, Héctor respondió más dulcemente la condesa, pero tu asiduidad a las lecciones de miss Dodson hacen murmurar. Raúl está siempre presente; no falta a una lección. ¿También lo has notado? dijo vivamente la madre. Sin duda, pero eso no prueba que se ocupe más que yo de esa pobre miss... ¡Oh! no es la miss la que me alarma por él. ¿Qué quieres decir?

Con un violento esfuerzo, trató de dominarse, de recobrar su sangre fría, y consultando el alfabeto, deletreó letra por letra: «Señorita, el hombre con quien va usted a casarse es mi esposo ante la ley inglesa y el padre de mi hijo, que muy pronto no tendrá tampoco madre. Juana Dodson...» ¡Había leído bien! Esta vez la pluma se cayó al suelo. ¿Era verdad? ¿Era posible?

Ya nos has dejado a mamá y a ir solas a Jersey... Y te lo has perdido... ¿Por qué? Porque hubieras encontrado a una antigua amiga, que tenía el privilegio de excitar tu elocuencia a falta de tu admiración... miss Dodson, y miss Dodson sin anteojos. Aunque preveía la alusión, la frente del joven se obscureció con una sombra.

Pero no; se trataba de una calumnia infame, de una de esas calumnias ante las cuales no retroceden ciertos seres viles y maléficos que no se cuidan del honor de un hombre ni del reposo de una mujer. Sin embargo, ese nombre... «Juana Dodson»... era el de la institutriz a quien ella había reemplazado en el castillo, y quizá... ¡No! No podía, no quería creerlo...

Y con mano temblorosa hojeaba los manuales usados, desde el modesto abecedario hasta los imponentes tratados de geometría y álgebra; los cuadernos de escritura, de cálculo y de análisis con que se ejercitaban poco a poco sus dedos, su ingenio y su corazón, y en los que se encontraban dibujos fantásticos y observaciones imprevistas, de esas que indican el buen o mal humor de los escolares, como en los presos las paredes de la cárcel, o pensamientos cándidos de este género: ¡Si mi tío pudiera ser mi institutriz! grito del corazón acompañado de un pintarrajo que representaba al buen tío con los anteojos de miss Dodson...

Eran Raúl de Candore y nuestra antigua conocida Juana Dodson, cuyos ojos azules desembarazados de los anteojos, se fijaban con amor en el precioso niño dormido en los almohadones y cuya cabecita rubia desaparecía a medias bajo la capota rosa querida de Kate Grenavay. ¡Todavía una hora! exclamó el conde consultando un bonito reloj de caza.

Aquella noche, mientras tomaban café en el terrado adornado de naranjos y adelfas y Blanca descifraba en el piano un nocturno de Chopin, estaban discutiendo la cuestión de una nueva institutriz y la de Candore se quejaba vivamente de la dificultad de hallar una reemplazante para miss Dodson.

Aquí tiene usted la partida de nacimiento de Raúl Carlos, nacido del matrimonio que contrajeron irregularmente en Inglaterra miss Juana Dodson y el conde Raúl de Candore. Y vea usted el telegrama dirigido a la señorita Blanca de Candore en el día de su boda, y que me acuso de haber interceptado para evitarle un dolor inútil añadió sencillamente la empleada.

En lugar de la cortedad y de la violencia involuntaria que se traslucían a pesar suyo en las maneras de miss Dodson, encontraba en Julieta una gracia perfecta, un benévolo abandono, y se unía estrechamente a ella con todas las fuerzas afectivas de un corazón de dieciséis años ávido de darse.