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Viendo, pues, que yo no podía igualarle en el acierto, quise intentarlo con la diligencia, y para conseguirlo, me levanté á las dos de la mañana y á las once acabé mi parte; salí á buscarle, y halléle en el jardín muy divertido con su naranjo que se helaba; y, preguntando cómo le había ido de versos, me respondió: A las cinco empecé á escribir; pero ya habrá una hora que acabé la jornada, almorcé un torrezno, escribí una carta de cincuenta tercetos y regué todo este jardín, que no me ha cansado poco.

Estaba en lo cierto. La buena madre era una fuente de chorro continuo para describir las mil y una enfermedades que padecía. En aquellos momentos decía sentir una gran bola en el vientre, tan fría que la helaba; al mismo tiempo se quejaba de dolor de cabeza. Para ponerme en antecedentes de la dolencia empleó cerca de media hora, con una prolijidad tan fatigosa que a cualquiera desesperaría.

Y esta maldicion horrible que del dolor en la hora Ayela desesperada, de justa venganza ansiosa, pronunció contra el malvado, ignorando su deshonra, ignorando que era madre, cuando lo fué en su memoria, se sublevó turbulenta, sombría, amenazadora; que al maldecir á los hijos de la fiera sanguinosa que asesinó á su familia, maldijo á su sangre propia; y por eso cuando Ataide en su infancia fatigosa, que siempre sobran fatigas donde el dinero no sobra, el bello semblante pálido mostraba, y su linda boca de arcángel no sonreia, la maldicion pavorosa helaba de espanto á Ayela, surgiendo de entre la sombra del imborrable recuerdo de su desdichada historia; y pasaron veinte años de angustias y de congojas para la pobre inocente madre honrada, aunque no esposa, y para el hijo sin padre, del cual fué la herencia sola, con la belleza de Ayela y su sangre generosa, el valor de Aben Jucef y su condicion indómita.

Ríñeme, por mala... Te juro que no lo haré más. Contendré mis nervios; procuraré no dejarme llevar por ellos, aunque reviente. Volvió a dormirse muy entrada ya la noche. El silencio era absoluto. Fuera de la casa, ni un ruido de pasos, ni una voz: la nieve pesaba sobre la vida, ahogando sus movimientos. Helaba.

Quise levantarme, y sentí que la fuerza me faltaba, que la sangre se helaba en mis venas y arterias, que un horrible zumbido me hacia perder la vista, el oido y la conciencia de mi ser; en fin, que un vértigo se apoderaba de toda mi organización. Era el mareo, ese cólera de los mares que no perdona á ningún viajero y vence aún á los mas vigorosos temperamentos!

Al rayar el alba, aunque hacía viento muy frío que helaba, por ser aquí este mes el corazón del invierno, se fueron todos á bañar al río; y para hacer más alegre la fiesta, adornaron sus cabezas con hermosos penachos afeitándose el rostro con colores muy feos, imaginando crecían en belleza y hermosura, cuando parecían otros tantos diablos.

Aunque el salto no era peligroso, todavía helaba de temor el ver lo profundo del abismo, las negras bocas que se abrían en las paredes cavernosas del tajo y el haber de andar cuatro o seis pasos por el pretil no ancho del puente y arco dividido.

Sólo la voz de Juan vibraba en el silencio de la noche saludando a la Madre de los Desamparados. Y su canto, más que himno de salutación, parecía un grito de congoja algunas veces; otras, un gemido triste y resignado que helaba el corazón más que el frío de la nieve.

Era simplemente que Marcones, imbuído en las doctrinas de los modernos estadistas, comprendía que la fuerza pública debe estar siempre al servicio del poder constituído. Y, sin embargo, nunca don Roque tuvo más necesidad de ser acompañado que entonces. Además de un frío moral que le helaba el corazón, sentíase físicamente indispuesto.

Estos feroces animales, sentados sobre témpanos de hielo, con el puntiagudo hocico entre las patas y el hambre mordiendo las entrañas, se llamaban unos a otros del Grosmann al Donon, con gemidos semejantes a los del viento. Más de un montañés sentía, al oírlos, que se le helaba la sangre: «Son cantos fúnebres pensaban ; es la Muerte que olfatea la batalla y nos llama