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Fortunata, después de mirarla con una emoción que doña Lupe no podría definir, volvió a apoyar la cara en la mejilla, y dando un gran suspiro, se acorazó dentro de aquel silencio lúgubre, que desesperaría a la misma paciencia. «¡Esto es para volverse loca!... expresó doña Lupe con un gesto iracundo . ¿Creerás , creerá usted que conmigo valen marrullerías? Sepa usted que...».

Con razón decía madame Delepinasse que la mujer se desesperaría si la Naturaleza la hubiera hecho tal como la arregla la moda. Seguramente renunciaríamos al don de la vida si hubiéramos de nacer con miriñaque, polisón o faldas trabadas.

Estaba en lo cierto. La buena madre era una fuente de chorro continuo para describir las mil y una enfermedades que padecía. En aquellos momentos decía sentir una gran bola en el vientre, tan fría que la helaba; al mismo tiempo se quejaba de dolor de cabeza. Para ponerme en antecedentes de la dolencia empleó cerca de media hora, con una prolijidad tan fatigosa que a cualquiera desesperaría.

¡Que he amargado yo...! ¡que puedo yo amargar vuestra vida! ¡oh! ¡no me lo digáis, no! ¡eso me desesperaría! ¡eso no puede ser! ¡eso no es! Yo no podía comprender... no, no podía comprender que de repente, á primera vista, pudiese el corazón interesarse de tal modo... ¡Ah! decidme... me interesa conocer vuestro corazón. ¿Vais á ser franco y leal conmigo? Os lo prometo.