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Cállese usted por Dios, que me da horror de oírla. Me querían llevar a la cárcel, y estuvieron cerca de una hora si me llevan o no me llevan. Fueron los policías, y yo dije que estaba criando. Total, que por fin me soltaron, y aquí me vine corriendo. ¡Si no hay como ser así para que la respeten a una! Si no están allí las condenadas modistas, me paseo por encima de su corpacho como por esa sala.

Pura tiniebla decir a mi tío desde el brasero , y a poco más de media tarde. Lo siento por ti, Marcelo... y mira, llama a esas condenadas mujeres para que te traigan una luz y te sea menos triste la soledad... Y en esto golpeaba el suelo desesperadamente con su cachava, haciéndome creer que las tinieblas le entristecían a él más que a .

Provinciano de éstos había capaz de renunciar a la esperada credencial con tal de poder contar en su pueblo que había sido dueño de cualquiera de aquellas infelices, condenadas a estar siempre haciendo muecas voluptuosas con la cara pintada y trenzados con las piernas presas en las desvergonzadas mallas.

La eternidad de los castigos infernales fue muy pronto una idea vertiginosa, que anonadaba su mente. Entretanto, Jesús y la Virgen ya no eran las claras figuras desprendidas de los cuadros de Italia, sino luengos y pálidos espectros, bañados en un sudor de purgatorio, y cuyas pupilas parecían contemplar continuamente el dolor de las ánimas condenadas.

Los que tienen que perder, los hombres acaudalados, son, por consiguiente, pacíficos; y como los que tienen dinero mandan en el día más que nunca y ejercen una influencia grandísima sobre la opinión, resulta que las guerras son condenadas por la opinión, cuando no hay un fuerte estímulo de egoísmo que induzca a hacerlas; como, por ejemplo, abrir un nuevo mercado para los productos nacionales; introducir en algún país poco culto la libertad de comercio, las obras divinas de Adam Smith, el opio u otra droga peor, a cañonazos y a bayonetazos; entretener y recrear y embriagar al pueblo con gloria para que no se fastidie y se subleve; y tal vez deshacerse, siguiendo las doctrinas de algún economista, de aquella parte de la población que está de sobra, que no tiene cubierto preparado en el festín de la vida, que turba o rompe el justo equilibrio que debe haber entre el producto y el consumo, entre los que subsisten y los medios de subsistencia.

No había una mancha de prosperidad y riqueza en el mísero mapa de España, que no la ocupasen ellos. En las pobres regiones del interior, condenadas á hambre perpetua y á un cultivo africano, no conocían su existencia. La España mísera quedaba para los curas montaraces y famélicos, para los merodeadores despreciables del ejército de la Fe.

¡Oh amigo mío! puedes estar seguro de que en el mundo que habitamos hay almas a las que se castiga por una culpa antigua, o a las que se castiga tal vez anticipadamente por una falta que inevitablemente han de cometer, almas de expiación que llevan durante una generación todo el peso de la venganza divina, y que están condenadas al amor de lo imposible, como si el supremo poder que no puede, sin contravenir sus propios decretos, separar el infinito de la eternidad, hubiese querido dar la sensación de la nada en el presente; aquellos que tienen la facultad deplorable de concebir, de ver con la imaginación voluptuosidades ante las cuales las de la tierra resultan pálidas, se aniquilan estérilmente.

Su propio autor los ha olvidado quizá, y con razón, porque son producciones condenadas de antemano a muerte prematura. Pero, si bien se explica que un hombre de ese temple sacrifique las letras por la política, no se comprende cómo sacrifica la vida pública activa por la tranquilidad del ocio diplomático.

¿Ve usted... ve usted...? indicó Fortunata, no recatándose de decirlo en alta voz . El efecto de esas condenadas píldoras. Creo que no deben dársele más. Ya ve usted cómo se pone: se le trastorna más el cerebro y adivina los secretos. ¿Cómo que adivina los secretos...? Pero, niño, ¿qué haces? Rubín se sentaba y se levantaba, dando botes en el asiento, como un jinete que monta a la inglesa.

El señor Le Bris era, desde hacía tres años, el médico de la señorita de La Tour de Embleuse. Había seguido los progresos de la enfermedad sin poder hacer nada para detenerlos. Y no es que Germana fuese una de esas niñas condenadas desde su nacimiento, que llevan en el germen de una muerte hereditaria. Su constitución era robusta y su pecho ancho; además, su madre nunca había tosido.