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Madama Stael, una de las cabezas mas fuertes de nuestros dias, era una cabeza eminentemente poética. Rossi, el profundo economista, el político sesudo, uno de los primeros jurisconsultos del siglo, empezó su carrera literaria traduciendo en verso italiano los poemas de Byron, por lo que ha merecido los elogios del severo historiador Mignet.

Ahora, al verle de cerca después de algunos años, le encontraba repentinamente simpático, con cierto aire de pensador, de economista sublime, de esos que poseen las llaves de la despensa nacional. No había que exagerar; por algo se sube, y cuando aquel tío llegaba tan alto, era porque algo llevaba dentro.

Pero Joaquín, que ya tenía veintidós años, abogado, filósofo, economista, literato, revistero, historiógrafo, poeta, teogonista, ateneísta, ¿cómo se podía someter a confesar y comulgar todos los domingos? Federico también era muy precoz y hacía articulejos sobre el Majabarata. El trueno gordo estallaba cuando uno u otro decían algo que a su mamá le parecía sacrilegio. ¡Cristo la que se armaba!

Fue en ese tiempo, durante esos años, que Martí mostró con más pujanza la largueza de sus conocimientos y la infinita anchura de su genio. Filósofo, poeta, economista, diplomático, políglota, periodista, orador, legista, estadista, de todo se mostró Martí entonces, en aquel hervidero de pasiones e intereses.

El que siembra diez leguas de alfalfa es un economista que nada tiene que aprender de Leroy-Boulieau. Nuestro terrateniente queda muy complacido de haber alternado con el personaje. Al poco tiempo es nombrado por el gobierno para que forme parte de una comisión informadora sobre la extensión de la aftosa. Los diarios dan cuenta de sus interesantes opiniones sobre el punto.

La realidad había partido la diferencia entre estas dos sumas ilusorias, y por fin el economista vino a consolarse con razonamientos de la escuela de Don Hermógenes, diciendo que si ocho mil reales eran mucho dinero en comparación de cuatro, eran poca cosa relativamente a diez y seis... Un razonar más suyo que de Don Hermógenes dominaba el tumulto de ideas aritméticas que en aquel momento hervía en su cerebro; y era que Golfín, por ser el enfermo recomendado de la Reina, no debía haberle llevado nada...

Siempre he tenido miedo de que venga a acontecer al economista lo que al niño que, movido de curiosidad, rompe el juguete para ver lo que tiene dentro.

Los que tienen que perder, los hombres acaudalados, son, por consiguiente, pacíficos; y como los que tienen dinero mandan en el día más que nunca y ejercen una influencia grandísima sobre la opinión, resulta que las guerras son condenadas por la opinión, cuando no hay un fuerte estímulo de egoísmo que induzca a hacerlas; como, por ejemplo, abrir un nuevo mercado para los productos nacionales; introducir en algún país poco culto la libertad de comercio, las obras divinas de Adam Smith, el opio u otra droga peor, a cañonazos y a bayonetazos; entretener y recrear y embriagar al pueblo con gloria para que no se fastidie y se subleve; y tal vez deshacerse, siguiendo las doctrinas de algún economista, de aquella parte de la población que está de sobra, que no tiene cubierto preparado en el festín de la vida, que turba o rompe el justo equilibrio que debe haber entre el producto y el consumo, entre los que subsisten y los medios de subsistencia.

En aquellos largos días de verano, D. Francisco, que no podía leer ni trabajar ni ocuparse en nada, se hubiera aburrido de lo lindo, si no tuviese el recurso de jugar con su hija a revolver, ordenar y distribuir cosillas. «Ángel decía después de dormir su siesta , tráete las cajitas y nos entretendremos». Los dos en Gasparini, sin testigos, se pasaban toda la tarde sentados en el suelo, sacando los objetos y clasificándolos, para volver a guardarlos después con mucho cuidado. «Algunas de estas cosas servirán todavía decía el economista . Pongamos los huesos de albaricoque juntitos aquí.

Antes que vender al economista el secreto de sus compras, que eran tal vez el principal hechizo de su vida sosa y rutinaria, optaba por hacer el sacrificio de sus galas, por arrancarse aquellos pedazos de su corazón que se manifestaban en el mundo real en forma de telas, encajes y cintas, y arrojarlos a la voracidad de la prendera para que se los vendiese por poco más de nada.