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Las más viejas contestaban a este saludo con cierta simpatía, como si adivinasen en ella algo heredado y común que se iba perdiendo en sus propias personas. Las jóvenes miraban con extrañeza a «la buena mujer», acogiendo sus sonrisas como si fuesen de una antigua criada familiar.

La innata debilidad de su carácter le obligaba a callar una noticia que muy pronto había de difundirse. Tenía miedo a la curiosidad pública, a las preguntas, a que en el rostro le adivinasen las causas de tal resolución. Y temblaba y se entristecía profundamente cada vez que, como ahora, le tocaban este punto. Hasta entonces no se había traslucido nada.

Los pilluelos que corrían tras el coche aclamando a Gallardo habían quedado rezagados, deshaciéndose el grupo entre los carruajes; pero a pesar de esto, las gentes volvían la cabeza, como si adivinasen a sus espaldas la proximidad del célebre torero, y detenían el paso, alineándose en el borde de la acera para verle mejor.

La siega de la muerte no había sido por gavillas: todo un campo quedaba liso con solo un golpe de hoz. Y como si las baterías de enfrente adivinasen la catástrofe, redoblaron por su parte el fuego, enviando una lluvia de obuses. Caían por todos lados. Más allá del castillo, en el fondo del parque, se abrían cráteres en la arboleda que vomitaban troncos enteros.

La proximidad al término del viaje las hacía buscarse y apelotonarse con una solidaridad profesional, como si adivinasen peligros cercanos que debían arrostrar en común.

Necesitaban matar al sacrílego. Ella se tenía también por una obra de arte viviente y quiso borrar el sacrilegio con la muerte. ¡Los crímenes intentados para despojarse de la vergüenza que latía en sus entrañas! ¡Los tormentos de la ocultación, la vida de placer seguida lo mismo que antes, pero con dolorosos esfuerzos para que no adivinasen su secreto!... Al regresar de las fiestas, librándose de la opresión que aplastaba su creciente exuberancia, eran las cóleras homicidas, los puñetazos locos sobre el globo de su vientre para aniquilar al rebelde que se empeñaba en vivir, el revolcarse sobre la alfombra con un histerismo homicida...

Coceaban los jacos, martirizados por las moscas, tirando de las anillas como si adivinasen el cercano peligro. Trotaban los otros caballos, enardecidos por las espuelas de los jinetes. Carmen y su cuñado tuvieron que refugiarse bajo las arcadas, y al fin la mujer del torero aceptó la invitación de pasar a la capilla.

Los carros de los labriegos, con sus toldos claros, formaban un campamento en el centro del cauce, y á lo largo de la ribera de piedra, puestas en fila, estaban las bestias á la venta: mulas negras y coceadoras, con rojos caparazones y ancas brillantes agitadas por nerviosa inquietud; caballos de labor, fuertes pero tristes, cual siervos condenados á eterna fatiga, mirando con sus ojos vidriosos á todos los que pasaban, como si adivinasen al nuevo tirano, y pequeñas y vivarachas jacas, hiriendo el polvo con sus cascos, tirando del ronzal que las mantenía atadas al muro.

Rataplán... rataplán, cantaban los parches; y el bohemio, en su contemplativa abstracción, creía entenderlos. Los tamborcillos le hablaban; como si adivinasen sus pensamientos, le decían burlonamente: «Va a durar... va a durar.» Y no mentían. Mientras redoblasen en este tono uniforme, mecánico, sin fiebre y sin locura, todo seguiría lo mismo.

Cuando entrábamos en los cafés, y colgadas del armario del expendedor de periódicos contemplábamos unas cuantas Abejas, con su viñeta en madera henchida de alusiones simbólicas, un gozo inexplicable nos inundaba, inflábase nuestro ser moral y físico, y sonreíamos desdeñosamente al vulgo que nos rodeaba; nos parecía imposible que los concurrentes hablasen de otra cosa que no fuese La Abeja, y no adivinasen que tenían la honra de hallarse cerca de sus redactores.