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No ve tampoco las sutiles telarañas que tiemblan al sol entre el ramaje, ni las agujas de pino que caen sobre su tambor. Absorto en su sueño y en su música, mira con amor moverse ligeros los palillos, y su caraza estúpida se ensancha de placer a cada redoble. ¡Rataplán! ¡Rataplán!...

¡Rataplán! ¡Rataplán!... ¡Oh, el bosque de Vincennes, los vastos guantes de algodón blanco, los paseos por las fortificaciones, la barrera de la Estrella, el cornetín de pistón de la sala de Marte, la bebida en las afueras, las confidencias entre los hipos, los útiles de encender que se desenvainan, la romanza sentimental que se canta con una mano puesta en el corazón!...

¡Es muy hermoso el gran cuartel, con sus patios de anchas losas, sus ventanas bien alineadas, su población con gorra cuartelera, y sus galerías, bajo cuyos arcos se oye constantemente el ruido de las tarteras!... ¡Rataplán! ¡Rataplán!...

El pícaro habrá pensado, al pasar por delante de mi molino: Ese parisiense está muy tranquilo ahí dentro; vamos a darle la alborada. Y seguramente habrá tomado un bombo, y... ¡rataplán!... ¡rataplán!... ¿Quieres callarte, pícaro Puck? Vas a despertarme a las cigarras. Pero no era Puck.

¡Oh, qué días más hermosos los vividos en el cuerpo de guardia; los naipes que ensucian los dedos y se pegan como pez, la sota de espadas horrible con adornos a pluma, el incompleto tomo de una vieja novela de Pigault-Lebrun arrojado encima de la cama de campaña!... ¡Rataplán! ¡Rataplán!...

Entre los árboles se mece una suave brisa... Hacia el Oriente, sobre la aguda cresta de los Alpilles, amontónase un polvo de oro, de donde surge lentamente el sol... El primer rayo roza ya la techumbre del molino. En el mismo instante, el invisible tambor vuelve a redoblar en el campo bajo la espesura... ¡Rataplán, rataplán!... ¡El demonio llévese la piel de asno! Ya lo había olvidado.

Rataplán... rataplán, cantaban los parches; y el bohemio, en su contemplativa abstracción, creía entenderlos. Los tamborcillos le hablaban; como si adivinasen sus pensamientos, le decían burlonamente: «Va a durar... va a durar.» Y no mentían. Mientras redoblasen en este tono uniforme, mecánico, sin fiebre y sin locura, todo seguiría lo mismo.

¡Oh, la sonora escalera, los corredores enlucidos con cal, la oliente cuadra, los correajes que se lustran, la tabla del pan, las cajas de betún, los camastros de hierro con manta gris, los fusiles que brillan en el armero!... ¡Rataplán! ¡Rataplán!... ¡Rataplán! ¡Rataplán!...

Esta madrugada, cuando empezaba a alborear, me despierta con sobresalto un tremendo redoble de tambor... ¡Rataplán, rataplán!... ¿Qué es esto? ¡Un tambor en mis pinos, y a tales horas!... ¡Qué cosa más extraña! Pronto, a prisa, me levanto y corro a abrir la puerta. ¡No veo a nadie! Cesó el ruido... De entre unas labruscas húmedas, vuelan dos o tres chorlitos sacudiéndose las alas.