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Aunque a larga distancia, observó aquella tarde que el semblante de Maximina no era el mismo de otros días; la melancolía, siempre esparcida sobre él, se había convertido en profunda tristeza; sus miradas eran más frecuentes y más largas, y en torno de sus ojos un círculo levemente encarnado acusaba claramente el llanto vertido. ¿Qué le habrá pasado? se preguntó con inquietud. ¿La habrá reñido su tía?

No solamente no trataba de disculparse, sino que insistía con encarnizado empeño en confesar su error, se acusaba acerbamente, aumentaba el peso de su propia responsabilidad para tratar de substraerse a un pensamiento muchísimo más mortificante. Era en vano. Quería pensar en que su amor había muerto a esa mujer, para no creer que ella no había sido merecedora de su amor.

Precisamente la certidumbre de que Sorege no hablaba nunca con franqueza era lo que alejaba de él á Tragomer, el cual decía con frecuencia á Freneuse cuando éste le acusaba de su alejamiento: ¡Qué quieres! ¡No lo puedo remediar! No me gusta nada ese joven. Cuando estoy al lado suyo me parece que tiene puesta una careta.

En un paquete de cartas amarillas leí una firmada Juan. En ella se acusaba recibo de una cantidad no pequeña y se decía que enviaba su daguerrotipo, hecho por un fotógrafo de París. No cabía duda que la carta era de mi tío. Estaba escrita desde un pueblo de Bretaña y fechada diez años después de que en Lúzaro se celebrara el entierro.

No habría habido sin duda nada de escandaloso ni de particular, ni peligro alguno para la buena reputación del ministro, si Ester le hubiera visitado en su propio estudio donde tanto penitente, antes de ahora, había confesado culpas quizás aun más graves que la que acusaba la letra escarlata.

Se acusaba Simón de haber mezclado su rencor personal en una cuestión de negocios, comprometiendo quizás los mismos intereses que se le habían confiado... Nada realmente había ganado obrando como un niño que golpea la piedra que le ha hecho caer. Su cólera en nada podía cambiar los hechos desgraciados que la habían motivado. Después, lo mismo que antes, continuaban siendo sus desilusiones iguales.

I. Así estos míseros, por huir de su conciencia que contínua e importuna los acusaba y acosaba, quisieron hacer fuga del Reino, esperando hallar en países libres la quietud que en éste no hallaban, sin quererse dar por entendidos de que adonde quiera que fuesen se llevarían a mismos.

A me acusaba de adulador y de vil porque no protestaba. No le podía convencer de que una protesta que no sirve mas que para que a uno le castiguen nuevamente, es una necedad. El marsellés, que se llamaba, no si de nombre o de apodo, Tiboulen, era, por otro estilo, un hombre molesto. Lo que en Ugarte era dignidad vidriosa, en Tiboulen era patriotismo y odio a los ingleses.

Entonces él exclamó: ¡Mentira parece que hayas tenido valor! No tienes derecho a reconvenirme. Te gusté, era libre, y además tonta: te creí... ¿qué había de suceder? Después me abandonaste sin el más leve motivo de queja. Al llegar aquí, don Juan creyó notar que los ojos de Cristeta brillaban humedecidos en llanto, y que su voz acusaba profunda turbación de espíritu.

Veían estos hombres la poca o ninguna seguridad de sus vidas si se mantenían en este Reino donde no solo les acusaba la virtud agena, y los hacía temblar la vara del Santo Oficio que miraban sobre toda ojos de celo y de vigilancia; pero les tenía en contínuos sustos la formidable reprensión de su mala conciencia, y por no querer dar en el verdadero y solo seguro camino de la virtud y la fe, iban tentando y tropezando en todos los precipitados caminos de su ruína.