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La primera tarde que encontró en el café de la Cannebière á su contertulio el viejo capitán, fué encaminando la conversación hábilmente hasta poder formular con naturalidad la pregunta que llevaba en su pensamiento: «¿Qué había sido de aquella Freya Talberg que tanto preocupaba á los periódicos antes de salir él para Salónica?...» El marsellés tuvo que hacer un esfuerzo para acordarse.

El marsellés, industrioso y vivo, siempre atareado, en constante movimiento, recorría la isla desde la mañana a la noche, cultivando, pescando, recogiendo huevos de aves marinas, ocultándose entre los matorrales para ordeñar una cabra al paso, y siempre dispuesto a hacer un alioli o a guisar alguna sopa de peces.

Sin embargo, marsellés y corsos eran tres buenas personas, sencillos, bonachones, y muy considerados para con su huésped, aunque en el fondo lo creyeran un señor muy extraordinario.

El marsellés de paño pardo fino con adornos rojos y azules daba singular elegancia a su cuerpo, así como el ladeado sombrero portugués, con moña de felpa negra y cordón de oro.

El recuerdo de Von Kramer surgió algunas veces en su memoria. «¿Lo habrían fusilado?...» Quiso saber, pero sus averiguaciones no obtuvieron gran éxito. Los Consejos de guerra eludían la publicidad de sus actos de justicia. Un negociante marsellés amigo de Ferragut se acordaba de que, algunos meses antes, había sido ejecutado un espía alemán sorprendido en el puerto.

El pueblo marselles es muy altivo y orgulloso; se cree superior á todo el mundo, haciendo mucho alarde de los primores de Marsella, y tiene un desprecio profundo por los Parisienses y aún por los de Lyon: no ha mucho los llamaba todavía bárbaros.

Sólo en el mar recobraba el marido, haciéndose obedecer de todos sobre el puente. Vagó por Marsella como otras veces, pasando las primeras horas de la tarde en las terrazas de los cafés de la Cannebière. Un viejo capitán marsellés dedicado al comercio conversaba con él antes de volver á su oficina. Una tarde, Ferragut fijó los ojos distraídamente en cierto diario de París que llevaba su amigo.

El marsellés tenía esa amargura y esa personalidad de los mediterráneos excesiva, aparatosa, unida al patriotismo petulante y exaltado de los franceses. Tiboulen no era un hombre violento y malo como Ugarte; estando solo era razonable, pero cuando tenía público se volvía loco.

A me acusaba de adulador y de vil porque no protestaba. No le podía convencer de que una protesta que no sirve mas que para que a uno le castiguen nuevamente, es una necedad. El marsellés, que se llamaba, no si de nombre o de apodo, Tiboulen, era, por otro estilo, un hombre molesto. Lo que en Ugarte era dignidad vidriosa, en Tiboulen era patriotismo y odio a los ingleses.

Las montañas estériles y tristes; la reverberacion de un mar que se agita bajo el soplo de los vientos quemadores del Africa; el esplendor del cielo, azul y trasparente; la naturaleza semi-oriental de la vegetacion; el tipo vigoroso de las fisonomías algo retostadas; el lenguaje, el acento, las ideas populares, las costumbres y los usos, todo establece allí una distincion profunda, haciendo del Marselles una especie de Fenicio ó de Italiano, un sér que mira hácia el Oriente y el Africa; voluptuoso, altivo, independiente y que mira con antipatía lo que viene de las comarcas setentrionales.